Doppelgänger

Capítulo 33

ANNELIESE

 

Viernes, 23 de septiembre

Anneliese no estaba del todo cómoda con las atenciones de los hermanos Guélin. Estaba avergonzada por lo que pudiera pasar entre ellos, no quería ser un estorbo ni nada parecido.

Aunque eso sí, agradecía la habitación a parte que Matthieu le entregó. Por lo menos ahí se sentiría segura, pero no dejaba de preocuparse por su padre. Todavía no tenía noticias de él y ya comenzaba a sentirse nerviosa y temerosa.

Abrió las cortinas celestes de la habitación, dejando que la luz entrara, después abrió la ventana para ventilar un poco y que el aroma a guardado se fuera.

El castaño le había dicho que la habitación no se usó en años, por lo que era entendible el aroma, lo que sí no aceptaba era que no hubieran tenido la decencia de limpiar, aunque fuese solo un poco.

El polvo entraba por sus fosas nasales. Estornudó hasta cinco veces solo para decirse ella misma “salud”, “gracias” y “que salubridad me recoja”.

Pasó un dedo sobre el escritorio y este dejó en visto la poca limpieza que la familia Guélin-Dubois tenía.

«¡Como amo hacer quehacer!», pensó.

No tuvo más remedio que buscar el cuarto de limpieza y sacar de él la aspiradora, un varios trapos y limpiador de superficies. Subió por las escaleras de regreso a la habitación, mirando de reojo a Everett que entraba al despacho con un hombre que reconoció como el Van Helsing del parque de la otra vez.

Ella se mordió el labio. No quería levantarle falsos a Everett, pero su actitud le decía a gritos que tuviera cuidado.

Un clic hizo en su cabeza, conectando cada una de las patitas que conformaban sus neuronas. Ella negó, no quería creerlo, pero era factible.

Quizá Everett y el mago eran la misma persona. No existen las coincidencias y que el hermano de Matt se hubiera encerrado con el Van Helsing no era una de ellas. Ambos se conocían de antes, a menos que estén ideando una fiesta de cumpleaños para Matt, era obvia la respuesta.

Después tendría que confrontar a Everett, porque ya eran demasiadas coincidencias y no quería seguir ignorante ante algo que posiblemente el mismo Matthieu conocía.

Son hermanos después de todo

Al llegar a la habitación que amablemente le ofrecieron, cerró la puerta.

Dejó el resto de las cosas esparcidas en el suelo y tomó su celular, abrió YouTube y escribió en el buscador “música de señora dolida para limpiar”. Eligió la playlist que tenía a Amanda Miguel en la miniatura y la reprodujo.

Así no te amará jamás comenzó a sonar y Anneliese no se contuvo a cantar al ritmo del trapo que pasaba por los muebles.

—¡No sé quién de los dos es el que está perdiendo más! ¡No sé si te das cuenta con la estúpida que estás…! —cantaba con verdadero sentimiento.

Se rio.

«Quien me escuche dirá que enserio estoy dolida», pensó, agradeciendo que los hermanos no entendían ni una pizca el español, o al menos eso quería creer.

Siguió cantando y limpiando. Desde Rocío Durcal, hasta Pimpinela, pasando por José José y terminando con Emmanuel, se siguieron reproduciendo las canciones. Poco a poco se fue aburriendo de la música en español, pues se distraía y decidió poner una canción rusa que alguna vez escuchó en uno de los álbumes de su madre.

Escribió el nombre con ayuda del traductor y del historial de búsqueda. Anneliese no hablaba ruso, ni siquiera lo sabía pronunciar, pero esa canción en específico le gustaba, tenía ritmo para poder trapear el piso con estilo.

Пропадаю я ahora comenzaba a sonar

Mama, radi boga —cantó agarrando el trapeador.

Conforme llegaba al coro, agarró el palo como si fuera un micrófono y, de un momento a otro, dejó de cantar para comenzar a gritar:

Za nego, za nego, vso otdam i poteryayu, propadayu ya... Bez nego, bez nego, bez nego sud'ba drugaya, ne moya.

Se rio regresando el trapeador a su posición inicial y siguió trapeando.

—¿Cómo es que te aceptaron en el Conservatorio si no sabes cantar?

Ella dejó caer el trapeador al escuchar al intruso que ahora la observaba divertido desde el umbral de la puerta.

—¿Y eso qué tiene que ver? —respondió retadora.

Él se recargó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos. Le dedicó una sonrisa traviesa.

—¿Por qué limpias con música rusa que ni siquiera sabes pronunciar?

—¿Y por qué tú no lo haces?

—No se me dan las labores de limpieza —dijo encogiéndose de hombros, como si no le importara.

Ella rodó los ojos.

—¿No tienes algo que hacer? Porque, si no lo has notado, estoy muy ocupada.

—Tengo demasiados pendientes, solo que tus chillidos no nos dejan concentrar.




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