Las fiestas acabaron y el verano continuó con su calor sofocante. Era la época del año en la que teníamos más trabajo en la casa. Se recogía hierba seca para mantener a los animales durante el invierno; para ello se segaba y se dejaba secar al sol. Se segaba a mano, con el dalle, muy temprano, con la fresca; con ayuda del rastrillo y de la horca se extendía bien, se dejaba así durante varios días para que secara. Luego se hacinaba y se guardaba en pacas. Mi padre y mi hermano se encargaban de la siega y nosotras de secar bien la hierba, para preparar las pacas.
También recogíamos hortalizas, frutas y legumbres de la huerta que embotábamos para el invierno.
Todo este trabajo me mantenía la mente ocupada para no pensar en Ricardo. Intentaba convencerme que todo había sido un sueño.
Llegó septiembre y con él, el otoño con su explosión de color. Las hojas de los árboles iban pasando por un abanico de colores, naranjas, marrones, ocres y amarillos hasta que se caían.
La chopera que recorría la ribera del río se teñía de hermosas tonalidades. Las hojas que caían al suelo formaban una mullida alfombra que crujía con cada paso. Los domingos por la tarde solíamos pasear por ella Sofía y yo. Desde que conoció a Juan en la verbena, no quiso volver al baile de los domingos, y yo, aunque no le había hablado de Ricardo porque pensaba que nunca más lo volvería a ver, prefería pasear con ella.
Una tarde de mediados de septiembre, en la que estaba recogiendo los últimos higos maduros, de la higuera centenaria que había plantado el abuelo de mi padre, mi bisabuelo, en la esquina del huerto que estaba en la parte de atrás de la casa, escuché a Sofía llamarme a gritos:
-“Lela, Lela, ¿dónde estás?”-
Apareció corriendo por la esquina de la casa, agitando una cosa blanca en la mano.
-“Estoy aquí, subida en la higuera”-
-“¡¡ He recibido carta de Juan!!”- Me gritó mientras seguía agitando la cosa blanca con la mano, por lo que deduje que la cosa blanca era la carta de Juan. No me había dado tiempo de decirle cuanto me alegraba cuando soltó otra pregunta:
-“¿Conoces a un tal Ricardo?”- Al oír el nombre de Ricardo se me cayó al suelo el caldero, lleno de higos, del respingo que di; estuve a punto de caerme detrás del caldero. Sofía continuaba hablando, sin darse cuenta de mi nerviosismo repentino:
-“Me pregunta Juan si conozco a una chica que se llama Gabriela. Su amigo Ricardo no para de hablar de una chica morena que conoció en la verbena. Sólo sabe que llevaba un vestido rojo y que se llama Gabriela. Le ha pedido a Juan que me pregunte a mí si la conozco. Así que ya me estás contando lo que te tienes tan calladito, que estoy en ascuas desde que he leído la carta de Juan”-.
Le conté a Sofía que sólo fue un baile sin importancia. Omití el detalle de que desde ese día, no había pensado en otra cosa.
Cuando terminé de contárselo, Sofía me contó que en la carta Juan decía que volverían de permiso para el mercado de otoño. Debí de ponerme más roja que una amapola; la cara me ardía de repente.
Sofía soltó una carcajada estridente: -“Para no darle importancia, parece que te ha alterado un poco el saber que, en poco más de dos semanas, vas a volver a ver al Ricardo ése. Tiene que ser de quitar el sentido para haberte calado tan hondo, con un sólo baile”-
Los días siguientes se me hicieron eternos; procuraba mantenerme ocupada, para no pensar y así no ponerme más nerviosa de lo que estaba. Sofía había enviado una carta a Juan, diciéndole que yo era su mejor amiga y que el día de la fiesta de otoño, fuera con Ricardo; pero el correo era muy lento y posiblemente cuando la carta llegase al cuartel, ellos ya estarían de permiso.
Llegó el día tan esperado. El corazón me palpitaba tan rápido que parecía que se me iba a escapar del pecho y salir corriendo como un caballo desbocado. Estábamos paseando por los puestos del mercado, cuando Sofía me agarró tan fuerte del brazo que me hizo gritar de dolor:
-“¡¡Dios mío, míralo, ahí está!!”-