CAPÍTULO VI
Me volví a meter en la rutina diaria, pero esta vez con la esperanza y la alegría de que pronto volvería a ver a mi amor y sabiendo que él sentía lo mismo por mí.
El invierno se iba marchando, aunque todavía daba sus últimos coletazos, ya se adivinaba la llegada de la primavera. Se escuchaban los cantos y los cortejos de las aves; se empezaban a ver mariposas multicolores de efímera belleza, que aparecían cuando sabían que habían pasado las heladas del invierno.
Según el sol iba madrugando, empezaban a brotar las primeras hojitas verdes de las ramas, en los árboles. Flores de mil colores inundaban los campos. En esa época me encantaba abrir la ventana de par en par al levantarme e inspirar profundamente, hasta el fondo, llenarme de vida, de energía y, ese año tenía otro motivo más, con la primavera volvería él, Ricardo, mi ilusión, mi vida, mi amor, mi todo…..
Había empezado a preparar el huerto para la nueva siembra. Estaba con la azada, canturreando, mientras cavaba la tierra, cuando noté una mano posarse en mi hombro. Me giré tan deprisa del susto, que casi atizo al pobre Gervasio en la cabeza.
-“¡¡ Gervasio, qué susto me has dado, só cabrón!! ¿No tienes cartas que repartir hoy?”-.
-“A eso vengo. Llevo un buen rato tocando la bocina y llamándote. Traigo una carta para ti”-.
-“¿Para mí? ¿Estás seguro? Si a mí nunca me escribe nadie”-.
-“¿Tú no eres Gabriela Málaga Santamaría?”-.
-“Si señor, ésa soy yo”-.
-“Pues entonces esta carta es para ti. Toma. Aquí encima te la dejo. Me voy ya Lela, que me he entretenido demasiado llamándote y se me ha hecho tarde. Adiós moza. Recuerdos a tu padre.”
Me quité los guantes, estaba intrigada, nunca había recibido correspondencia. Cogí la carta que Gervasio había dejado encima de la tapia del huerto y la di la vuelta para leer el remitente: Ricardo Fernández Merino. Las manos empezaron a temblarme, el corazón se puso a latir descontroladamente. Respiré hondo varias veces para calmarme y poder abrir la carta:
Valdemoro, 13 de febrero de 1956
Estimada Lela:
Por medio de la presente carta me dirijo a ti para escribir lo que no pude decirte en persona.
Desde que te vi en la verbena del Carmen no he dejado de pensar en ti. Mi deseo es casarme contigo, si es que tú tienes a bien aceptarme como esposo.
Tengo que estar unos meses aquí, en Valdemoro, en el colegio de la guardia civil, pero en cuanto vuelva, le pediré a tu padre formalmente que me deje cortejarte.
Tuyo siempre.
Ricardo
Ricardo quería casarse conmigo. No cabía en mí de alegría. Corrí a casa de Sofía con la carta en la mano para enseñársela. Quería compartir con ella mi felicidad.
Mi padre llevaba unos meses enfermo y durante el invierno había empeorado. El médico nos había dicho que tenía el hígado dañado y además, no tenía ganas de vivir. Debíamos ponernos en lo peor.
Decidí no alterarle con la noticia, no quería que pensara que al casarme iba a abandonarlo enfermo como estaba.
Por Juan me enteré que Ricardo regresaba el 20 de abril. Ese mismo día, mi padre sufrió un desmayo que nos hizo llamar al médico urgentemente. Nos confirmó a mis hermanos y a mí lo que tanto temíamos, nuestro padre estaba llegando al final. Hacía tiempo que se había rendido y su cuerpo se estaba agotando poco a poco, como una vela que está quemando los últimos restos de cera. Esa misma noche falleció. Murió llamando a nuestra madre, se fue feliz porque iba a reunirse de nuevo con el amor de su vida, que era lo que había estado deseando desde que ella nos dejó.