CAPÍTULO X
Ricardo se casó con Rosita, y como estaba estipulado, se quedó a vivir con sus hermanas y su padre. Rosita era una muchacha un tanto especial; no destacaba por su estatura y estaba bastante entradita en carnes, lo que le otorgaba unos pechos generosos y unas caderas prominentes. Sus facciones, sin ser atractivas, no eran totalmente repelentes, aunque cuando pronunciaba alguna palabra, perdía su encanto, si es que le había dotado la naturaleza con alguno.
Había sido educada en el seno de la religión católica de la época, es decir, como esposa y madre que debe atender al marido y educar a los hijos. Como mujer, su finalidad en la vida era casarse y traer hijos al mundo.
Cuando Rosita conoció a su futuro marido, no pudo creerse la suerte que había tenido; nunca había tenido esperanza de encontrar marido y mucho menos, un marido como Ricardo.
La noche de bodas, a pesar de compartir lecho con su esposa, no consumó el matrimonio y tampoco las siguientes noches.
Ricardo consiguió no tener que compartir habitación con Rosita, con el pretexto de no molestarla, cuando tenía que salir precipitadamente por la noche, si le venían a buscar del cuartel. Por el día se levantaba temprano y se pasaba la jornada fuera de casa.
Así consiguió resolver la rutina diaria, pero su cabeza y su corazón estaban en constante lucha; su corazón echaba de menos a Lela las veinticuatro horas del día, un olor, una palabra, un gesto, un color, cualquier detalle le recordaba a su amada; su cabeza no paraba de decirle que tenía que olvidarla, que él era ahora un hombre casado y que tenía que alejarse de ella, sobre todo por respeto.
También vivía con el remordimiento de haberla abandonado, justo en el momento en que más necesitaba su apoyo y su cariño, habiéndole dado su palabra. Eso era lo que más le remordía la conciencia; había fallado al amor de su vida y eso jamás se lo perdonaría.
Cada nuevo día era una tortura para él. En cuanto podía se escapaba del cuartel para refugiarse en su escondite secreto, una cueva escondida, en el monte a la que solían ir cuando de chavales querían esconderse de las miradas ajenas, para fumar o para estar con alguna muchacha a solas; allí podía estar sólo, apartado del mundo. Llegó a pensar en quitarse la vida, si no podía tener a Lela, no merecía la pena vivir, pero no podía abandonar este mundo sin pedir perdón a la que se había convertido en la razón de su existencia.
Como en otras ocasiones, recurrió a su amigo del alma para que le ayudase. Escribió una carta para Lela, en la que le pedía perdón y le recordaba que siempre sería el amor de su vida y Juan fue el encargado de hacérsela llegar a su destinataria.
Ahora ya se había quitado un peso de encima, pero la pena de no poder compartir su vida con Lela le acompañaría mientras viviera.
El día que le entregó la carta a Juan para Lela, preparó algunas prendas de abrigo y algún vívere y decidido se encaminó hacia su refugio, a pensar qué haría con su vida desde ese momento, en adelante; no podía volver a convivir con su esposa y mucho menos con su padre y también tenía que desaparecer del pueblo, imposible tener tan cerca a Lela y no verla, ni tocarla.
Tras un buen rato de caminata, llegó a la cueva que en los últimos meses se había convertido en su segunda casa; después de dejar todo el equipaje que llevaba en el interior de ésta, a buen recaudo de alimañas y animales salvajes y se adentró en el bosque para recolectar leña, antes de que anocheciera.
La primavera estaba llamando a la puerta, se olía en el aire y se veía en los primeros brotes verdes de las ramas. Ricardo aprovechó para recoger agua en su cantimplora; el caudal del regato era abundante y el agua cristalina y limpia. También aprovechó para refrescarse y asearse. Recolectó un buen fajo de leña y se encaminó, de nuevo hacia la cueva. El sol se colaba por entre las ramas de los árboles y le acariciaba la cara; mientras, pensaba que por fin se sentía en paz consigo mismo, a pesar del dolor de haber perdido a la que se había convertido en el faro que alumbraba su vida. Ahora ya no tenía ninguna luz que le iluminara el camino y había perdido las ganas de vivir.
Con esos pensamientos, iba caminando de regreso a la cueva, cuando le pareció escuchar un llanto de mujer, que le resultó muy familiar.
Pensó que la mente le estaba jugando una mala pasada, porque el llanto que escuchaba era el de Lela, cuando también comenzó a escuchar su voz diciendo entre sollozos que lo había perdonado. La voz que oía provenía de la entrada de la cueva. Él estaba detrás de unos arbustos. Sin pensarlo dos veces, atravesó el matorral que lo separaba de la cueva de un salto; tenía que saber que esa voz no era producto de su imaginación. Lo que vio le dejó paralizado, allí estaba Lela abrazada a Juan, con la cabeza apoyada en su hombro, llorando desconsoladamente.