Capítulo XI
El viejo no pudo dormir esa noche, tenía que librarse de Lela, pero matarla sería demasiado peligroso, aún para él que era inmune al brazo de la justicia. Tenía que deshacerse de ella, de otra manera. Pensó en la marquesa de Abionzo, a quien le unía una antiquísima amistad y a quien había ayudado cuando enviudó, hacía poco más de un año. Su único hijo se había marchado hacía unos meses a hacer las Américas porque la familia se estaba arruinando, por las deudas de juego que el marqués había dejado al morir.
La amistad del guardia civil y la marquesa venía de tiempo atrás, antes de que la marquesa se convirtiera en marquesa y el guardia civil en guardia civil.
Corría la primera década del siglo XX. Ella era una muchacha hermosa de cabellos rubios, que le caían sobre los hombros en forma de tirabuzones y unos ojos azules tan profundos como el mar. Su familia era de abolengo y ya la habían concertado el matrimonio con el marqués desde que era un bebé. Él, un muchacho jovial y juerguista que, como los muchachos de la época, sólo pensaba en divertirse.
La fatalidad o el destino hicieron que se encontraran una mañana, en el mercado de la capital. Ella caminaba detrás de su madre y su hermana, cuando se le cayeron al suelo los guantes, en ese momento pasaba el joven Ricardo, con tan mala suerte que le pasó por encima del guante, la rueda de su carretillo. Los dos se agacharon al tiempo para recoger el guante, sus manos se tocaron y sus miradas se encontraron; fue en ese momento mágico, en el que sus corazones quedaron unidos por el hilo invisible del primer amor, que nunca se olvida.
El joven Ricardo quedó prendado de esa muchacha tan jovial, que le saludó con una sonrisa sincera, cuando él, muerto de la vergüenza al ver el guante debajo de la rueda del carretillo, medio enterrado en el barro, acertó a tartamudear:
-“Lo siento señorita, no la he visto. Por poco la atropello. ¿Cómo no he podido verla, si brilla usted más que el sol?”-
A partir de ese día, el joven Ricardo no descansó hasta que supo quién era y dónde vivía. Ella también se había enamorado de ese muchacho tan varonil, esbelto y de piel morena, pero no podía fantasear con volverlo a ver porque sabía que su destino estaba ya decidido, pero sus corazones se llamaban con gritos silenciosos, que solo ellos podían oír. No se puede luchar contra la fuerza del destino, ni contra la fuerza del amor. El joven Ricardo no tardó en encontrar a su amada.
Todos los mediodías, cuando no llovía, ella salía a pasear con su hermana mayor, acompañadas siempre de su doncella, por el parque, así que Ricardo aprovechó esa oportunidad para hacerse el encontradizo y poder hablar con ella.
-“Qué suerte que el destino ha vuelto a cruzar nuestros caminos. Llevo su guante en el bolsillo desde aquel día, con la ilusión de poder devolvérselo.”- Mintió porque él no había descansado hasta dar con ella y sabía, con gran precisión, todos sus horarios y costumbres
Ella se sonrojó al verlo, aunque no pudo evitar que se le dibujara una sonrisa tontorrona en el rostro, a la vez que se le iluminaba la mirada. Una colonia entera de mariposas pugnaban por salir de su estómago hacia su garganta, el oxígeno parecía que se había extinguido del aire, porque no conseguía respirar y su rostro la ardía tanto, que pensó que se le iba a despegar la piel de la cara.
Ricardo se acercó a ella y con toda la delicadeza que le permitieron los nervios, le entregó el guante y acercándose a su oído disimuladamente para que no lo escucharan ni su hermana, ni la criada, le dijo que dentro del guante había una carta.
Ella, en ese momento, al notar el aliento del joven Ricardo en su cuello, mientras entraban por sus oídos el dulce sonido de las primeras palabras de amor, notó de nuevo esa sensación en la boca del estómago, que sintió cuando se encontró con él, esa primera vez, aquel día en el mercado. Cuando llegó a casa, aún con las piernas temblorosas, pero el pulso firme, se sentó en la cama y sacó la carta que había dentro del guante:
Querida mía: El día que te vi me quedé enredado en tu mirada y envuelto en tu sonrisa. Desde ese día no he parado hasta conseguir encontrarte y ahora espero con ansiedad el próximo encuentro. Necesito volver a verte enseguida.