CAPITULO XII
Cuando llegué a casa, mis hermanos estaban sentados en la mesa de la cocina; mi hermano tenía delante una botella de vino medio vacía y un vaso en la mano. Su aspecto era mucho más desaliñado de lo habitual. Su rostro tenía una tonalidad cetrina con un aspecto abatido y consternado. Ni siquiera levantó la cara para mirarme. Me fijé que en el centro de la mesa, junto a la botella de vino estaba la nota que yo le había dejado al marchar con los dos guardias civiles que me vinieron a buscar. Mi hermana Martina, en cambio, en cuanto me vio, se levantó de un saltó y me abrazó tan fuerte que parecía que acaba de regresar de otra vida.
-“Lela ¡qué alegría!, creíamos que no volveríamos a verte”- Me dijo mientras me abrazaba, sin aflojar ni un ápice la fuerza de sus brazos.
Mi hermano seguía sin mirarme, estaba con la mirada fija en el suelo de la cocina y a mi me partía el alma el pensar en cómo les diría que en unos días si que sería verdad que posiblemente no nos volveríamos a ver. A pesar de no demostrarlo, sabía que mi hermano se moriría de pena sólo, había dedicado su vida a cuidar de nosotras, desde que nuestro padre falleció y ahora Martina ya no estaba viviendo en casa y yo me tenía que marchar por culpa de mi imprudencia al otro lado del mundo. Se quedaría sólo con el ganado y posiblemente, acabaría como nuestro padre, hecho un viejo prematuro y perdiendo la poca alegría que tenía.
-“Lo siento, no pude avisaros y no sabía muy bien a dónde me llevaban. He estado encerrada en un calabozo desde ayer. Hoy ha ido a verme el viejo Don Ricardo, el padre de Ricardo.”-
-¡Oh, Lela, seguro que te ha amenazado. Ese hombre nunca aprobó vuestra relación y tendrá miedo de que su hijo deje a la mujer que tiene para irse contigo”- Dijo mi inocente hermanita, ignorante de la relación secreta que manteníamos Ricardo y yo.
En ese momento, mi hermano levantó la vista del suelo y mientras clavaba sus ojos en mi como dos puñales, que me traspasaron el alma, dio un manotazo a la botella de vino y al vaso, derramando el rojo líquido por el suelo de la cocina y poniéndose en pie, me gritó en la cara:
-“Ya sabía yo que tarde o temprano tus correrías traerían consecuencias.”-
Salió de la cocina y de la casa dando un portazo. Ese fue el único momento de mi vida en el que me arrepentí del amor que sentía por Ricardo, por todo el dolor que estaba a punto de causar a los dos únicos seres que siempre me habían querido sin condiciones, que nunca me habían reprochado nada y que siempre habían estado ahí para apoyarme. Me sentía culpable por haber estado viendo a Ricardo a escondidas suyas, sin contárselo y ahora había roto el hilo invisible que nos unía a los tres como si fuéramos uno sólo. Por mi culpa se iba a romper nuestra familia. Esta pena me acompañó ya, el resto de mi vida.
Cuando me quedé a solas con mi hermana, le conté toda la historia, desde el día que vino Juan a buscarme pensando que Ricardo estaba a punto de suicidarse, hasta la conversación que acababa de tener en los calabozos con el viejo Don Ricardo. Cuando terminé las lágrimas me caían a borbotones de los ojos. Era un llanto incontenible, ya lo había contenido durante mucho tiempo y cuando salió la primera lágrima, no pude pararlo. La pena me desgarraba por dentro las entrañas, pensando que en unos días me tenía que marchar y dejar atrás a mis seres queridos, que aunque pocos, eran mi vida. Nos abrazamos las dos y mi hermana tampoco pudo controlar el llanto al conocer la historia, así estuvimos por largo rato, llorando cada una en el hombro de la otra, hasta que regresó nuestro hermano, y ya más calmado, se nos unió al abrazo; él tampoco pudo controlar la emoción y se nos echó a llorar como cuando era un niño y venía llorando a mi, para que le curara la herida, que se había hecho en la rodilla al caer.
Llegó el día de mi partida. A la hora estipulada llegó un coche de la guardia civil a recogerme. No había salido de casa desde el día que regresé del cuartel, tenía pánico de encontrarme con Ricardo; a estas alturas, su padre ya se habría inventado algo para que no me echara de menos, pero eso no me importaba en ese momento. Sólo era capaz de pensar en mis hermanos y volví a echarme a llorar desconsoladamente, abrazándome a mi hermana nuevamente; mientras, el coche no paraba de tocar la bocina, apremiándome a marchar. Mi hermano estaba dentro de la casa, no había sido capaz de bajar a despedirse de mi. Había apartado hacia un lado la cortina y tenía su cara pegada al cristal de la ventana de la planta de arriba; su aliento formaba un círculo de vaho alrededor de su boca que sólo me permitía ver sus ojos vidriosos, de los que empezaban a rodar las lágrimas por las mejillas.