Dormido en el alma

CAPÍTULO XIV

CAPÍTULO XIV

     Hoy, muchos años después, en la recta final de mi vida, recordando aquellos días previos de mi partida a América, mis sentimientos son totalmente distintos a los que sentí en ese momento. Odié y maldije al padre de Ricardo, creo que ha sido a la única persona que he llegado a odiar en mi vida. Realmente, lo odié con todo mi alma, por lo que me hizo y sobre todo, por lo que sufrieron mis hermanos.

  Cuando Doña Lucrecia me contó su historia de amor de juventud con él, dejé de odiarlo para pasar a sentir mucha pena.

   Se casó por despecho. Descargaba en su pobre esposa, una mujer abnegada e indulgente, la frustración de haber tenido que renunciar a estar con la mujer que amaba. Nunca dio muestras de cariño, ni sensibilidad hacia sus hijos, ni durante su infancia, ni tampoco siendo adultos. Crecieron solamente, recibiendo cariño de su madre. Las hijas, al morir la madre, intentaron casarse lo más rápidamente posible, para abandonar la casa familiar. Temían los ataques de ira de su padre, que iban en aumento con la edad. El final de sus días los pasó sólo, en su casa. Un día lo encontraron muerto, sentado en su mecedora, tenía el puño cerrado fuertemente, dentro había una foto muy arrugada. En la foto estaban un Ricardo y una Lucrecia muy jovencitos, risueños y felices, con la fuente del parque, en donde tenían lugar sus encuentros, de fondo.

  Creo que él fue toda su vida infeliz, sólo conoció la felicidad los meses que estuvo viendo a la marquesa, antes de que ella se casara con el marqués, pero fue tan efímero y hacía tantos años de ello, que ese sentimiento se había esfumado.

  Después de perder a la marquesa se dedicó a destruir la felicidad que se encontraba a su alrededor y a espantar a todo aquel que se acercaba a él. A su funeral sólo fueron sus hijos y apenas un puñado de personas.

  Por eso no le puedo odiar. La justicia divina se encargó que hacerle pagar todo el daño que hizo, a mi, pero sobre todo, a sus descendientes.

 Su guerra no era conmigo, pero yo era la pieza que sobraba en su puzle; el puzle de una vida tranquila y relajada que le proporcionaba el matrimonio de su único hijo varón con la hija de una de las familias más poderosas y acaudaladas de la región; por eso no había parado hasta que tuvo un hijo varón, era la moneda de cambio para su vejez; Si hubiera llegada a oídos de la familia de Rosita, que su marido tenía una querida o una fulana, que seguramente serían los calificativos que me habrían puesto, hubiera  sido el hazmerreir del pueblo y una gran mancha en el curriculum de honorabilidad del viejo capitán de la guardia civil. Hubiera desencadenado el fin de su vida de comodidad y respetabilidad en la sociedad de la época.

    

  A pesar de todo, nadie se merece morir de la manera que murió, pero si así ocurrió, supongo que fue la misma vida, quien se lo devolvió. Espero que al final de sus días por lo menos se arrepintiera de todo el daño que causó, y pudiera irse al otro mundo, en paz consigo mismo.

 



#49544 en Novela romántica

En el texto hay: amor, desamor

Editado: 15.10.2018

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