CAPÍTULO XVII
El viejo capitán no podía conformarse con estar en su casa leyendo el periódico, sin cerciorarse de que el barco zarpaba a la hora estipulada y que las tres mujeres se iban en él, sin ningún contratiempo.
A los dos días de haber dejado en casa de la marquesa a Lela, el astuto capitán volvió a reunirse con Doña Lucrecia para no dejar ningún cabo suelto.
A Doña Lucrecia le había contado la historia de que había sido abandonada por el novio, al enterarse éste que estaba embarazada, que quizás por el disgusto, había perdido la criatura que esperaba y él debido al cariño que le unía a mi familia, la cual se había inventado, al igual que toda la historia del novio y del embarazo, había pensado que sería buena idea que se fuese con ella a América, para olvidar todo y rehacer y su vida. La marquesa confiaba ciegamente en Don Ricardo, pero eso no era suficiente para que no se descubriera toda la mentira, por eso fue unos días más tarde a hablar con la marquesa para no dejar ningún cabo suelto, por lo menos hasta que zarparan en el barco. Una vez en alta mar, ya no habría marcha atrás.
Eran los últimos días de mayo. La temperatura era muy agradable a última hora de la tarde. El jardín empezaba a tomar color y verdor con la llegada del buen tiempo, aunque esa primavera, ya no se había esmerado en cultivar sus flores, que era otra de las pasiones de la marquesa, pues al irse ya nadie las cuidaría. Decidió esperar a Don Ricardo, sentada bajo el enorme tilo que presidía altivo el jardín desde la esquina más alejada de la casa. Allí podían hablar tranquilos, porque a pesar de haber pasado los años, ese hombre seguía removiendo todo su ser cuando lo tenía cerca.
-“Mi querido Ricardo, cómo te voy a echar de menos a ti y a estas charlas a las que ya me he acostumbrado.”- Lo decía sin levantar la vista de la taza de té, no quería que su eterno amor se diera cuenta de las lágrimas que habían asomado a sus ojos vidriosos.
-“Mi dulce Lucrecia, yo si que te voy a echar de menos. Tú estarás ocupada organizando la nueva casa familiar y además estarás acompañada de los tuyos. Yo sin embargo, me quedaré aquí sólo, sin más compañía que mis recuerdos.”- Dio un sorbo al dulce líquido que les había servido Conchita, aunque él hubiera preferido un buen trago de coñac para coger fuerzas. Continuó con el tono de voz melancólico, que cada vez le salía mejor, sin tener que forzarlo y que notaba como hacía el efecto deseado en la bondadosa marquesa que se derretía de amor, aunque no quisiese reconocerlo delante de él, la conocía demasiado bien.
-“Cuéntame que tal la joven Gabriela. ¿Ya está de mejor ánimo?”- Le preguntó a la marquesa, mientras posaba su mano áspera y arrugada, suavemente en la tersa y cuidada mano de Doña Lucrecia.
La marquesa cuando notó la caricia en su mano, no pudo evitar que el corazón le diera un vuelco, a la vez que notó un suave calor que le subía por la garganta hacia el rostro. Posó la taza del té encima del platillo, intentando que no le temblara el pulso. El corazón le había comenzado a latir con fuerza y parecía que se le iba a salir por la boca.
-“Ay, Ricardo, qué pena me da esa niña. Tan joven y tan triste. No hay manera de hacerla salir de la habitación y que nos diga algo. Apenas ha probado bocado desde que ha llegado.”-
El viejo guardia civil la escuchó aliviado, al comprobar que no había hablado con la muerta de hambre de Lela y que su plan seguía viento en popa. Ahora tenía que convencer a la marquesa para que no preguntara nada a la muchacha, por lo menos antes de zarpar. Una vez que zarparan, a él le daría lo mismo, pues no podrían regresar para recriminarle, a no ser que lo hicieran nadando. Se rio para sus adentros imaginándose la situación. Mientras, la marquesa seguía narrándole como se sentía la joven Gabriela.
-“….Varias veces he entrado en la habitación con el ánimo de conversar con ella, pero o me la encontraba en la cama, acostada, o sentada delante del ventanal, mirando hacia el jardín, pensativa y melancólica, quieta como una estatua.”-
Él se apresuró a tomar la palabra. Tenía que aprovechar ese momento de confusión de Doña Lucrecia para darle las pautas a seguir con Lela. No podía permitirse que en cualquier momento, la chica se sincerase y contara todo.