CAPÍTULO XIX
Adelina y yo nos hicimos inseparables durante el viaje. Entre nosotras se forjó una amistad nacida desde el cariño y el respeto, que aunque no llegamos a estar juntas ni dos meses, la seguimos manteniendo durante muchos años más. También con María del Carmen hice una gran amistad, pero la de Adelina fue especial, casi tan profunda como la que tenía con mi amiga Sofía. ¡Cómo la echaba de menos!, también. Por las noches, antes de dormirme recordaba fragmentos de mi vida, una vida que había dejado atrás, entre ellos a mi querida amiga y hermana del alma, Sofía; cuántas noches rememoraba aquella verbena fatídica para mí, en la que llegamos las dos a la fiesta con nuestros vestidos nuevos, ella sí que conoció allí al amor de su vida, al bueno de Juan, que era un hombre dulce y afable, que además de querer a Sofía con devoción, a mí me había demostrado su gran aprecio ayudándome a encontrar a Ricardo cuando pensábamos que se había suicidado, pero yo tuve que conocer en esa verbena al hombre que me hizo perder todo, aunque en ese momento, creí que era el hombre de mi vida, pero el hombre de mi vida, no me habría dejado abandonada, no una, sino dos veces. Pero eso lo aprendí tarde, cuando ya no había remedio y estaba pagando caro mi error, el error de hacer caso al corazón. Alguien me dijo una vez que el hombre, es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra y yo lo comprobé en mis propias carnes.
Muchas noches, después de que Doña Lucrecia y Conchita se retiraran a descansar, Adelina y yo nos quedábamos charlando hasta casi el amanecer. La temperatura era tan suave y la paz y tranquilidad que había en la cubierta del barco a media noche, invitaba a dos jóvenes, como nosotras, a contarnos confidencias de adolescentes. Adelina me contó sus sueños, ella quería quedarse a vivir en América, soñaba con pasearse por las calles de Nueva York del brazo de un rico empresario y acudir al teatro, conocer a las grandes estrellas del cine de Hollywood, acudir a cenas luciendo joyas y vestidos de los diseñadores más famosos; yo, sin embargo, al sincerarme con ella, le dije que hasta que no les conocí a ellos, no había tenido más aspiraciones que cuidar de la casa y de mis hermanos, que era lo que había hecho desde que nuestra madre falleció, pero que después de haberlos conocido, me había dado cuenta que quería aprender, no parar de aprender y de estudiar y que gracias a la tutela de Doña Lucrecia lo iba a conseguir. Escuchando a Anselmo y a Amadeo hablar con tanta pasión sobre la carrera de medicina, que estaban estudiando, me habían contagiado su pasión y estudiaría enfermería.
-“Yo no necesito estudiar más. Este verano buscaré entre los jóvenes herederos de la alta sociedad americana, un candidato a marido. Con eso me basta para cumplir mis aspiraciones. Y tú deberías hacer lo mismo en cuanto llegues a la Hacienda. Si el hijo de Doña Lucrecia está soltero, sería un buenísimo partido.”-
Me cogió las manos y se giró hacia mí, mirándome a los ojos, me dijo en tono serio y solemne, casi como si me lo estuviera ordenando:
-“Hazme caso, Gaby. En este mundo, por desgracia las mujeres no pintamos nada, para sobrevivir debemos buscarnos un marido y vivir a la sombra de él. Busca uno que tenga dinero y después podrás dedicarte a estudiar o a lo que quieras, pero primero asegúrate el futuro. Sería maravilloso que te quedaras en New York y poder asistir juntas a los grandes salones en los que la alta sociedad da sus fiestas.”-
Ponía tanta pasión al contármelo que todo el rostro se le iluminaba; abría tanto los ojos que parecía que se le iban a salir de las cuencas en cualquier momento. Me agarraba tan fuerte las muñecas que no dejaba que circulara la sangre y los dedos se me entumecían. Casi siempre era así, ponía tanta pasión cuando hablaba, que era casi imposible no contagiarse de ese entusiasmo. Yo me dejaba arrastrar por ella y eso me ayudaba a dejar atrás mi melancolía y mi pena. María del Carmen y yo la seguíamos sin rechistar y nos divertíamos como tres niñas, corriendo por todo el barco y haciendo travesuras.
Una tarde, en la que el sopor y la humedad de la hora de la siesta eran insoportables, decidimos acercarnos a echar un vistazo a la zona turista en la que viajaban la clase media y obrera. Lo teníamos totalmente prohibido, nos habían inculcado la idea de que era gente peligrosa, maleantes y ladrones, pero en realidad era gente obrera, que había vendido todas sus pertenencias y emigraba en busca de una vida mejor. Iban en busca de una quimera, algunos si lo consiguieron, fueron los famosos indianos, que regresaron enriquecidos a sus pueblos natales, años más tarde, pero otros muchos no lo consiguieron y volvieron más empobrecidos de lo que ya eran cuando se fueron.