CAPÍTULO XXIV
Lo primero que quería hacer era escribir a mis hermanos, hacía meses que no sabía nada de ellos y, lógicamente, tampoco ellos sabían nada de mí.
Cuando me levanté, la marquesa y Conchita seguían durmiendo, así que decidí salir de la casa en busca de Carlos Alfredo, que era la única persona a la que conocía. Parada en el portalillo de la casa, miraba a un lado y después al otro, sin saber a dónde dirigirme. Opté por rodear la casa y echar un vistazo a la parte de atrás, en busca del garaje donde se guardaban los autos, posiblemente ahí encontraría a Carlos Alfredo. Al rodear el lateral de la casa y girar la vista hacia un costado, me topé con un enorme establo, como tenía la puerta abierta, entré a curiosear, me había criado entre animales y me pudo la curiosidad. Lo que apareció ante mis ojos, me hizo abrirlos exageradamente, al contemplar tanta belleza. Había por lo menos una docena de caballos, a cual más hermoso. Aunque en mi pueblo había visto caballos, no tenían nada que ver con los que tenía delante de mí. El lomo sobrepasaba mi cabeza, con unas nalgas musculosas, de un brillo impactante, sus crines perfectamente peinadas, cayéndoles a los costados del pescuezo, al igual que sus colas trenzadas, les daban un aire de estatua griega. Al fondo del establo había una yegua que me llamó la atención, más bien me la llamó ella a mí, pues me había quedado parada observando hipnotizada a los hermosos ejemplares, cuando de repente su relincho me hizo desviar la vista hacia ella. Al volver la vista hacia donde venía el relincho, volvió a relinchar y a menear la cabeza de arriba abajo, sin parar, como indicándome que me acercara a ella.
Era una yegua linda, sus crines era de un tostado suave y en medio del lomo tenía una enorme mancha blanca que semejaba una nube en medio del cielo. Estaba al fondo del establo, donde había menos claridad, pero sus ojos brillaban como dos luceros iluminando el camino. Sin dudar ni un momento, comencé a acercarme a ella.
-“A ella no le puedes engañar con esa sonrisa que intenta tapar lo que guarda ese corazoncito.”- Di un respingo al escuchar la voz del hijo de la marquesa.
Estaba justo detrás de mí, no lo había escuchado entrar en el establo, o quizás ya estuviera dentro cuando yo llegué, pero al girarme, me volví a dar de bruces con la misma sonrisa que me había recibido el día anterior, al llegar a la hacienda y sólo podía pensar que ojalá me abrazara otra vez, como lo había hecho ayer. No entendía que me estaba pasando, así, tan de repente, sin explicación aparente; era como si ese hombre ejerciera una atracción incontrolable sobre mí. Achaqué esa atracción al parecido que mantenía con mi padre y pensé que era normal. Echaba muchísimo de menos a mis padres, pero más a mi padre. Vi como moría de pena al perder a su amor y yo siempre deseé amar algún día a alguien como él había amado a mi madre. Cuando conocí a Ricardo, pensé que lo había encontrado, pero la vida le puso a prueba para demostrar el amor que decía tenerme y me di cuenta que el amor que se tenían mis padres, era único e irrepetible. Desde entonces había perdido la fe en el amor, a pesar de que me ilusioné con Anselmo y pensé que podía volver a amar a alguien, fue un espejismo. Mi corazón se había cerrado y en cuanto tuviera tiempo escribiría a Adelina y María del Carmen, pero también escribiría a Anselmo para que no se creara falsas expectativas respecto a nosotros. Él debería hacer su vida y olvidarse de mí, pertenecíamos a mundos diferentes y, posiblemente, el destino jamás nos juntaría nuevamente.
-“Hola, no le he oído entrar. Estaba buscando a Carlos Alfredo y me encontré con el establo. Me encantan los caballos y éstos son bellísimos.”-
-“Gabriela, por favor, no me trates de usted, apenas soy unos años mayor que tú, así que llámame por mi nombre.”- Contestó él, acercándose lentamente hacia mí, provocando que mi corazón se desbocara como un potrillo salvaje.
-“Perdona, qué tonto soy, cómo me vas a llamar por mi nombre, si anoche no te lo dije, pero teníais las tres tal cara de agotamiento, que decidí que lo primero que teníais que hacer era descansar. Me llamo Justino, aunque en El Paraíso, me llaman todo el personal, el marqués. A ti te prohíbo que me llames marqués.
Pero dime, ¿para qué necesitabas a Carlos Alfredo? quizás yo te pueda ayudar. Él ha ido a Zulia a comprar provisiones y tardará en regresar. ¿Te puedo ayudar yo?”-