CAPÍTULOXXV
Enseguida me acomodé a la vida en la hacienda. Para el personal de la casa, yo era hija de la marquesa y como tal me trataban. No estaba acostumbrada a que me sirvieran, había sido yo la que siempre había servido a los demás. Me costaba acostumbrarme a que me hicieran la cama, me lavaran la ropa e incluso, si me descuidaba, hasta me ayudaban a bañarme. Doña Lucrecia estaba encantada, hasta parecía que había rejuvenecido. El haber recuperado la compañía de su hijo, le había devuelto la alegría de vivir de nuevo, después de tener que decir adiós, para siempre al amor de su vida, el perverso Don Ricardo.
A veces pensaba qué habría sido de Ricardo, aunque me era fácil adivinarlo. Posiblemente habría continuado con su rutina diaria del cuartel a la taberna y de la taberna a su casa y así un día tras otro, amargándose por no haber tenido valor de plantarle cara a su padre, para que nosotros hubiéramos podido estar juntos; pero ya no me dolía, es más, cuando lo pensaba, me alegraba. Si me hubiera quedado a vivir en el pueblo, jamás habría conocido a Adelina, ni a María del Carmen y ni, por supuesto, a los gemelos; gracias a ellos me había entrado el gusanillo de aprender y de estudiar. Justino, el hijo de Doña Lucrecia estaba gestionando mi ingreso en la universidad de Zulia. Yo le había hablado de mi interés por la medicina y me estaba ayudando a ponerme al día y a estudiar para superar el examen de ingreso.
La gente que trabajaba en la Hacienda eran de un carácter abierto y alegre, siempre estaban canturreando y gastando bromas entre ellos. Enseguida congenié con la cocinera, una señora rechoncha y cantarina, con un trasero enorme que se llamaba Lupita, siempre estaba en los fogones cocinando algo, gracias a ella aprendí algo de su gastronomía, que no tenía nada que ver con lo que había comido en Cantabria. Comían mucho plátano, que allí le llamaban maduro, aunque estuviera verde; le cocinaban relleno, asado en las brasas o en el horno, frito. Tenían un plato que consistía en dos capas de plátano frito relleno de carne, queso o jamón. Otro alimento que siempre estaba presente en su cocina era el coco, con todas sus variantes, agua de coco o leche de coco. La pulpa también la utilizaban para infinidad de recetas, pero mi preferido eran las “cucas”, eran unas galletas de consistencia blanda, elaboradas con harina de trigo y manteca o mantequilla, endulzadas con melado de papelón con especias, que era una especie de edulcorante natural. Cuando Lupita se enteró que me encantaban, todos los días había “cucas” recién hechas en el desayuno.
Lupita me reñía cariñosamente, me decía que la cocina no era sitio para una señorita como yo. Yo me reía por dentro y me acordaba cuando entre mi hermana pequeña y yo amasábamos la borona y hacíamos tortas que se parecían al pan y en la cantidad de noches en que me acostaba sólo con un vaso de leche en la barriga, pero eso no se lo podía contar a Lupita porque creía que yo era hermana de Justino y que los dos éramos hijos de Doña Lucrecia y me había criado entre lujos.
La primera mañana que pasé en la hacienda, durante el desayuno, Doña Lucrecia ya me puso al corriente de los planes que tenía para mí y le encomendó a su hijo que gestionara mi ingreso en la universidad, también me dijo que iríamos a la capital para comprarnos un vestuario nuevo adecuado a mi nueva vida y al nuevo país y que le encantaría que yo la ayudara también a escoger su nuevo vestuario.
Me pidió que la acompañara a dar un paseo por la hacienda, con la disculpa de ver los alrededores de día y, agarrada de mi brazo, salimos de la casa. La temperatura a esa hora era ideal y una suave brisa nos invitaba a caminar.
-“Querida Gaby, quería alejarme de oídos indiscretos. El personal de la hacienda piensa que eres hija mía. Creo que es buena idea que lo sigan pensando. Yo ya te considero como si lo fueras ¿Estás de acuerdo con que sea así?”- Me preguntó Doña Lucrecia, con un tono de voz suplicante.
-“Por supuesto, Doña Lucrecia, cualquier cosa que usted o su hijo me digan, yo lo acataré con mucho gusto, pero quizás a la gente le extrañe que yo le llame, doña Lucrecia”- le contesté, y la última parte de la frase, le enfaticé para darle más importancia al mensaje que quería transmitir.
-“Tienes razón. No me había dado cuenta de ese pequeño detalle”- Dijo, guiñándome un ojo.- “Justino me dice “madre”, no sé si a ti te resultará embarazoso, llamarme también así. Lógicamente no quiero ocupar el lugar de tu madre, pero sabes que para mí eres como mi hija.”- y acercando sus labios a mi mejilla, me dio un suave beso lleno de cariño, como sellando el mensaje que acababa de darme.