CAPÍTULO XXVI
El estilo de vida en Maracaibo era totalmente distinto al de España. Todo era distinto, el clima, la comida, las horas de luz, el ritmo de vida. Estaba ubicado en una zona tropical. Sólo había dos estaciones, el invierno, que era la estación lluviosa, de mayo a diciembre y el verano, la estación seca de diciembre a abril. Disfrutábamos de un clima cálido, adornado con sol durante seis meses consecutivos. Amanecía muy temprano y anochecía también muy pronto y el grado de humedad era altísimo.
La vida en la capital era más parecido a cualquier otra capital del mundo, coches, ruidos de motores y de cláxones, gente yendo deprisa, mirando su reloj porque llegan tarde a algún sitio, pero en la hacienda era distinto. Allí el tiempo parecía estar detenido. Las personas que trabajaban en ella, también vivían allí, dentro del recinto de la hacienda. Justino cuando compró la hacienda se quedó con el personal que trabajaba con el anterior dueño y les dio permiso para acondicionar en la parte de atrás unas casitas para que no tuvieran que desplazarse a sus chozas todos los días. La mayoría vivían en chozas, sin agua corriente y ni mucho menos luz; pasaban mucha necesidades, sobre todo alimenticias.
Se corrió enseguida la voz entre los lugareños y la gente le cogió mucho cariño, a la vez que respeto. Era el primer patrón que construía casas para sus obreros y además les pagaba un sueldo, junto con la manutención. Se ganó el apodo de “El Gran Patrón” por el tamaño de su generosidad.
Justino era una persona de corazón noble, no tenía maldad en él y no la tuvo nunca, ni para sus empleados, ni para sus enemigos, que como hombre de negocios que prosperó, le salieron unos cuantos enemigos, generados por la envidia.
Sus empleados le respetaban y en raras ocasiones tenía que amonestar a alguno. Tenía muchos detalles para ellos. Cuando había algún nacimiento, siempre les daba un extra en el sueldo. Cuando algún hijo se emancipaba y decidía marcharse de la hacienda, aparte de ayudarle a emprender la vida fuera, le ayudaba económicamente. Cuando caían enfermos, no les dejaba reincorporarse al trabajo hasta que estuvieran totalmente recuperados y si era necesario, él mismo les pagaba la factura del médico y las medicinas. Todas esas cosas, unidas a su carácter amigable y cercano, unido a su eterna sonrisa, le hicieron ganarse el respeto y el cariño de casi todas las personas que lo conocían.
Doña Lucrecia se empeñó en que tenía que aprender a conducir para cuando acudiera a la universidad. La distancia que había hasta la hacienda era de casi 100 kilómetros y si podía hacer el trayecto en coche, sería mucho más cómodo para mí que si lo hacía en tren o autobús. Carlos Alfredo, el chófer fue el encargado de esa misión.
Era un hombre con una paciencia infinita, por lo menos conmigo la tuvo. Yo nunca había conducido un coche y él, con un gran aguante me enseñó cada uno de los pedales y cuándo y cómo los tenía que pisar, la palanca para meter las velocidades. Cuando me senté delante del volante y comencé a conducir el auto, nunca me gritó, a pesar de que tuvo oportunidad y motivo para hacerlo en múltiples ocasiones.
-“Gaby, cuando pises el freno, hazlo suavemente porque si no vamos a acabar con los dientes pegados al parabrisas”- Me decía cada vez que frenaba bruscamente.
-“Lo siento, Carlos. Con un poco más de práctica, aprenderé a frenar con más suavidad.”- Le contestaba yo, pero sin mirarlo porque no podía apartar la vista de la carretera si no quería acabar dando vueltas de campana con el auto.
-“Lo haces muy bien. Sólo te hace falta eso, la práctica, pero aprendes muy deprisa”- No sé si lo decía para no desilusionarme, pero surtía efecto y consiguió con sus palabras de ánimo y su paciencia que no decayera y consiguiera examinarme con éxito.
Yo estudiaba por las mañanas la teoría y por las tardes, si Carlos Alfredo no tenía que acompañar a Justino a ningún sitio, me daba clases de conducción. En poco más de dos semanas me convertí en una experta conductora, así que animada por Carlos Alfredo, me presenté al examen y conseguí mi licencia. Ese día me sentí orgullosa de mi misma. Era la primera cosa que conseguía gracias a mi esfuerzo personal y algo dentro de mí se removió. Me había gustado tener recompensa a mi trabajo y esfuerzo y estaba deseando comenzar las clases en la universidad.