CAPÍTULO XXIX
Conseguí aprobar el acceso a la universidad y ese otoño comencé las clases. Me mudé a vivir a un piso que compartía con dos compañeras, cercano al recinto universitario. El principio fue duro, echaba mucho de menos la vida de la hacienda, a la gente, la algarabía y la alegría de todas las personas, pero sobre manera a Doña Lucrecia que se había convertido en mi segunda madre.
Otra persona a la que echaba enormemente de menos, era Justino. Había intentado apartarme todo lo posible de él durante el tiempo que estuve en la hacienda, pero no conseguí apartarlo de mi mente y, ni mucho menos, de mi corazón. Lo había intentado con todas mis fuerzas, pero me había dado igual, lo tenía clavado muy dentro, aunque mi cabeza me decía que él sólo me miraba como una hermana y que en breve se casaría con otra, no podía evitar el deseo y el amor que brotaba de mi estómago cada vez que pensaba en él.
Afortunadamente no tenía tiempo para la melancolía. Me costó acostumbrarme a la vida universitaria. Aunque me había pasado meses estudiando, el estar en un aula con más de doscientas personas, mientras un profesor hablaba sobre algo que me costaba entender, me hacía invertir todo mi tiempo y esfuerzo. El compartir piso con mis compañeras, me ayudó a acoplarme a la vida en la capital, sin mi nueva familia. Con Susana congenié enseguida, también estudiaba medicina, así que compartíamos las mismas clases. Para mí fue de gran ayuda y apoyo, creo que gracias a ella mi integración en ese nuevo mundo fue más rápido. Era hija única, su padre murió de un ataque al corazón delante de ella, cuando era adolescente y por eso decidió estudiar medicina. Había heredado una hacienda enorme, también ubicada en el Lago Sur de Maracaibo, muy cercana a la hacienda de Justino y su deseo era convertirlo en un hospital. Era muy cariñosa y amable; conmigo tuvo una paciencia infinita. Tenía una carita redondita y sonrosada, con mofletitos, adornada por un cabello rizado salpicado de tonos rubios. Era capaz de mantenerse despierta toda una noche estudiando a la mañana siguiente, parecer que había dormido ocho horas. Pronto intimamos y nos hicimos inseparables. Con Amanda también nos llevábamos bien, pero ella estudiaba psicología y no compartíamos ninguna clase. También era más seria, apenas se reía, cosa que Susana y yo hacíamos sin parar, pero era una gran compañera y una gran persona, con unos valores excepcionales. Entre las tres se formó un lazo de unión que se hacía fuerte a medida que pasaban los días. Su familia provenía de una saga de banqueros y nunca había tenido problema para conseguir todo lo que se le antojara. Compartía piso con nosotras, pero sus padres vivían muy cerca, en una mansión a las afueras de la ciudad. Habían querido que viviese la experiencia de vivir fuera de casa y conociera el mundo real, pero apenas estaba con nosotras, aunque nos ayudaba a pagar el alquiler y todas las semanas, personal del servicio de su familia, nos llenaban la despensa de comida y nos limpiaban el apartamento. Los fines de semana que no teníamos que estudiar, nos invitaba a su mansión, donde daba fiestas e invitaba a mucha gente. Yo evitaba ir a la hacienda para no encontrarme con Justino, pero para seguir viendo regularmente a Doña Lucrecia, me acercaba alguna tarde que podía escaquearme de las clases, o se acercaba ella a la capital y pasábamos ese día juntas.
La casualidad es caprichosa y el día que descubrí la verdadera cara de Margarita, fue una de las casualidades más generosas que me podía brindar el destino. El mejor regalo de fin de curso.
Fue en una de las fiestas que solía dar nuestra compañera Amanda. Habíamos terminado el primer curso, con unas notas excelentes, al igual que Amanda y sus padres quisieron premiarla con una fiesta por todo lo alto, invitando a lo más selecto de la sociedad de Maracaibo.
Los padres de Amanda invitaron también a nuestras familias, tanto a la de Susana, como a la mía, así que Doña Lucrecia y Justino no dudaron ni por un momento en acudir, aunque eso implicaba que Margarita también asistiera a la fiesta.
No había vuelto a ver a Margarita desde que me había marchado a la capital. No sé si la universidad me había hecho madurar de golpe, pero a pesar de aparecer altiva y deslumbrante delante de mí, con aire desafiante, no me impresionó, ni una pizca. En España y en la universidad había conocido a muchas clases de personas y había aprendido que una actitud desafiante como la que Margarita tenía conmigo, escondía el miedo y la poca estima que tenía de sí misma. Era una carta que usar a mi favor si hubiera decidido jugar la partida, pero por suerte para ella, me había retirado, antes de comenzarla.