Rodrigo llegó al aeropuerto y vio a Agustín esperándolo junto a un mostrador de embarque que claramente no era para vuelos comerciales.
—¡Rodri! —gritó Agustín, abrazándolo como si no lo hubiera visto en años—. ¿Estás listo para la mejor despedida de soltero de la historia?
—¿Puedo decir que no?
—No.
Rodrigo suspiró.
—¿Dónde está el avión?
—Por allá.
Rodrigo miró en la dirección que Agustín señalaba y sintió que su alma abandonaba su cuerpo.
—Dime que es una broma.
Frente a ellos, había una avioneta que parecía haber sido sacada de un museo. Estaba llena de remaches y tenía parches de pintura de diferentes colores, como si hubieran intentado arreglarla con aerosol barato.
—Eso no es un avión, Agustín. Eso es un ataúd con hélices.
—¡Vamos, hombre! ¿Dónde está tu espíritu aventurero?
—Se quedó en casa con Raquel.
Antes de que pudiera seguir quejándose, apareció el piloto. Era un hombre de piel bronceada, con gafas de aviador y un bigote frondoso. Masticaba chicle con la mandíbula floja y tenía la expresión de alguien que ha visto demasiado en la vida.
—¿Ustedes son los que van al paraíso?
Rodrigo lo miró fijamente.
—¿Así le dicen al infierno ahora?
El piloto soltó una carcajada.
—Tranquilos, he volado en peores condiciones.
—Eso no me tranquiliza.
El piloto los ignoró y les hizo un gesto para subir. Agustín palmeó la espalda de Rodrigo.
—Vamos, será una experiencia inolvidable.
Rodrigo no tenía idea de cuánta razón tenía Agustín en ese momento.
Subieron a la avioneta, sin imaginar que muy pronto, estarían cayendo en picada hacia lo desconocido.