Rodrigo despertó con un sonido familiar: el de Agustín diciéndole algo molesto en la cara.
—Rodri… despierta…
Rodrigo abrió un ojo.
—Dime que lo del mono parlante fue un sueño.
—No lo fue.
Rodrigo suspiró.
—Genial. Ahora dame otra razón para desmayarme.
—Mira su pata.
Rodrigo se incorporó y miró al chimpancé. Seguía en el suelo, pero esta vez se notaba que no solo estaba atrapado… también estaba herido.
Una lanza tosca, hecha de madera y piedra, sobresalía de su tobillo. La herida estaba hinchada y sangraba.
—¡Mierda! —Rodrigo se levantó de golpe—. ¿Cómo no vimos esto antes?
—Porque estabas demasiado ocupado corriendo como un pollo sin cabeza —comentó el chimpancé, con una expresión de fastidio.
Rodrigo casi se desmaya otra vez.
—¡CÁLLATE! ¡Los monos no hablan!
—Y sin embargo, aquí estamos.
Agustín, más práctico, se agachó junto al chimpancé.
—Oye, amigo, eso se ve feo. ¿Nos dejas ayudarte?
El chimpancé resopló, como si no quisiera admitir que necesitaba ayuda, pero finalmente asintió.
Rodrigo y Agustín intercambiaron una mirada.
—¿Sabes cómo sacarla? —preguntó Rodrigo en voz baja.
—No —respondió Agustín.
—Yo tampoco.
—Bueno, a improvisar.
El piloto, que había estado observando en silencio, se acercó y les apartó con un gesto.
—Apartaos, amateurs.
Sacó un pequeño cuchillo y examinó la herida con experiencia.
—¿Eres médico o algo? —preguntó Rodrigo, sorprendido.
—No, pero sé quitar cosas que no deberían estar en los cuerpos de las personas.
—…Eso suena increíblemente sospechoso.
El piloto ignoró el comentario y, con un rápido movimiento, retiró la lanza. El chimpancé apretó los dientes y soltó un gruñido, pero no gritó.
Rodrigo sacó un pedazo de su camisa y lo envolvió en la herida, atándolo lo mejor que pudo.
—No es un hospital, pero servirá.
El chimpancé observó su pierna vendada y luego los miró.
—Supongo que gracias.
—Sí, de nada… —Rodrigo se cruzó de brazos—. Ahora, explícanos cómo es que hablas.
El chimpancé suspiró, como si hubiera estado esperando esa pregunta.
—No soy de aquí —dijo, mirando alrededor de la jungla—. Escapé de un laboratorio, muy lejos de este lugar.
Rodrigo y Agustín se miraron.
—Espera, espera, espera… ¿Qué clase de laboratorio? —preguntó Agustín.
El chimpancé lo miró fijamente.
—El tipo de laboratorio donde juegan a ser dioses.
Rodrigo tragó saliva.
—Eso no suena bien.
—No lo es —confirmó el chimpancé—. Y si yo logré salir… significa que pueden venir por mí.
Silencio absoluto.
Rodrigo se frotó la cara.
—Claro. Porque estar atrapados en la jungla no era suficiente. Ahora también nos persiguen científicos locos.
—Y posiblemente algo peor —añadió el chimpancé.
Rodrigo lo miró fijamente.
—¿Peor?
El chimpancé asintió.
—No era el único experimento en ese lugar.
Agustín suspiró y se dejó caer en el suelo.
—Perfecto. Ahora, además de estar perdidos, vamos a ser cazados por animales mutantes.
El chimpancé inclinó la cabeza.
—Yo no dije que fueran solo animales.
Rodrigo se agarró la cabeza.
—¡ME QUIERO IR A CASA!