Rodrigo, Agustín, el chimpancé y el piloto seguían huyendo por la selva. A pesar del caos que acababan de dejar atrás, Rodrigo no podía evitar pensar en una sola cosa:
—No puedo creer que casi morimos por culpa de una piña.
Agustín asintió.
—Y lo peor es que no fue la primera vez.
El piloto infló el pecho con orgullo.
—Pero sobrevivimos.
Rodrigo lo miró con incredulidad.
—¡No por ti!
El chimpancé los interrumpió.
—Cállense, necesitamos un lugar seguro antes de que los cazadores vuelvan.
Rodrigo se frotó la cara.
—¿Por qué siento que cada vez que alguien dice “un lugar seguro” en esta jungla, terminamos en una trampa mortal?
El chimpancé señaló un claro entre los árboles.
—Podemos escondernos allí.
Rodrigo miró el lugar con sospecha.
—¿Allí? ¿En ese claro donde no hay nada, donde somos completamente visibles y donde probablemente haya criaturas esperando devorarnos?
El chimpancé lo pensó.
—Sí.
Rodrigo suspiró.
—Por supuesto.
El grupo avanzó con cautela. La selva estaba en silencio… demasiado silencio.
Agustín se puso tenso.
—¿No les parece raro que todo esté tan callado?
El piloto asintió.
—Sí… normalmente a esta hora, los loros ya están insultando.
Rodrigo frunció el ceño.
—¿Cómo que insultando?
El piloto sonrió.
—Un loro me llamó “idiota” esta mañana.
Rodrigo asintió.
—Sabio loro.
Pero antes de que pudieran continuar su conversación absurda, un tronco gigante cayó frente a ellos con un estruendo.
¡BOOM!
El grupo dio un salto hacia atrás.
Rodrigo levantó las manos.
—¡¿QUÉ FUE ESO?!
Desde las sombras, se escuchó una risa grave.
—Bienvenidos a mi jungla…
Un hombre salió de entre los árboles.
Era alto, musculoso y con una melena salvaje. Llevaba pieles de animales, tenía un collar hecho de colmillos y sus brazos eran más grandes que la cabeza de Rodrigo.
Agustín tragó saliva.
—Este tipo no levanta pesas… las levanta y luego las aplasta con las manos.
El hombre sonrió con una expresión feroz.
—Me llaman Kragg, el Cazador Supremo.
Rodrigo suspiró.
—Por supuesto que sí.
Kragg los miró con interés.
—El chimpancé es mío.
El chimpancé gruñó.
—Ni lo sueñes, Tarzán de gimnasio.
Kragg tronó los nudillos.
—Ustedes cometieron un error al entrar a mi territorio.
Rodrigo alzó las manos.
—Mire, señor Kragg, nosotros no queríamos—
Kragg lanzó un puñetazo al suelo. ¡BOOM!
El suelo tembló.
Rodrigo, Agustín y el piloto se quedaron helados.
Rodrigo tragó saliva.
—…Y bueno, ya que insiste, nos quedamos a charlar.
Agustín murmuró.
—Hermano, estamos muertos.
El piloto sonrió.
—No se preocupen… tengo un plan.
Rodrigo lo miró con terror.
—No.
El piloto sacó otra piña.
—Sí.
Rodrigo le dio un manotazo y se la quitó.
—¡DEJA LAS MALDITAS PIÑAS!
Kragg se rió.
—Son graciosos… me gusta cazar tipos como ustedes.
Rodrigo miró al chimpancé.
—¿Ideas?
El chimpancé sonrió.
—Solo una…
De repente, se trepó a un árbol y desapareció.
Rodrigo parpadeó.
—¿Nos acaba de abandonar?!
Agustín suspiró.
—Sí.
Kragg avanzó con una sonrisa amenazante.
—Espero que corran rápido.
Rodrigo asintió lentamente.
—Bueno… no quería hacerlo, pero parece que no hay opción.
Agustín se tensó.
—¿Qué?
Rodrigo tomó la piña del piloto y se la lanzó a la cara a Kragg.
—¡ATAQUEN!
Kragg atrapó la piña con una sola mano… y la trituró con los dedos.
Rodrigo se quedó blanco.
—…Estamos jodidos.
Kragg sonrió.
—Mucho.
Y entonces saltó hacia ellos como una bestia salvaje.