Mientras Rodrigo, Agustín, Vanina, Raquel y el chimpancé se adentraban en el túnel, en otro punto de la jungla, dos figuras emergían de entre los árboles.
—Te lo digo, viejo, esta es la mejor estrategia de guerra que he diseñado en mi vida —dijo el piloto, ajustándose unas gafas de sol que encontró en el suelo.
—¿Segura, comandante? —preguntó "El Toro", el copiloto de Raquel y Vanina, mientras se limpiaba el sudor de la frente con una hoja gigante.
Ambos se habían separado después del accidente, pero contra todo pronóstico seguían vivos y ahora estaban decididos a rescatar a sus pasajeros… aunque nadie les había pedido ayuda.
El piloto llevaba una armadura improvisada hecha de hojas de palmera, cocos atados con lianas y dos machetes colgando de su cinturón. “El Toro”, en cambio, había encontrado una caja con cosas abandonadas en el laboratorio y se la había tomado demasiado en serio.
—A ver, recapitulemos —dijo el piloto, sacando un mapa que en realidad era una servilleta con dibujos de palitos—. Según mi plan maestro, debemos atacar el laboratorio con sigilo…
—¡Yo tengo algo mejor! —interrumpió "El Toro", sacando una pistola de bengalas, un casco de fútbol americano y… ¿un lanzapatatas?
—¿Dónde diablos conseguiste eso? —preguntó el piloto, incrédulo.
—Había un cajón con cosas confiscadas en el campamento de los cazadores. ¡Mira esto! —Y sin previo aviso, disparó una papa directo a un árbol, donde rebotó y le pegó en la frente.
—Genial, nos vamos a salvar con comida —dijo el piloto, masajeándose las sienes.
Pero no estaban solos.
Desde las sombras, un grupo de cazadores los observaba con desconcierto.
—¿Esos idiotas van a atacar el laboratorio? —preguntó uno, rascándose la cabeza.
—Creo que sí… ¿debemos detenerlos?
—Nah, mejor veamos qué pasa. Esto va a ser divertido.
Los cazadores, en lugar de atacar, sacaron sillas y hasta una bolsa de palomitas que habían robado del laboratorio.
Mientras tanto, en el túnel…
Rodrigo y compañía avanzaban con cautela.
—Este lugar es demasiado silencioso… —susurró Raquel.
—Ojalá hubiera WiFi —murmuró Rodrigo.
De repente, el chimpancé se puso tenso. Sus orejas se agitaron y señaló al final del túnel. Unos ojos rojos brillaban en la oscuridad… y algo empezó a moverse.
—Díganme que es una luciérnaga gigante… —susurró Agustín.
Pero no. Era peor.
El sonido de metal arrastrándose llenó el túnel. Y entonces lo vieron: una de las bestias mutantes del laboratorio se arrastraba hacia ellos. Parecía un gorila, pero con partes mecánicas pegadas al cuerpo, como si alguien hubiera intentado convertirlo en un cyborg con piezas de una licuadora y un ventilador viejo.
—¿¡Qué es esa cosa!? —gritó Vanina.
—Un error de la ciencia —dijo el chimpancé… con señas, claro.
La criatura rugió y se lanzó contra ellos.
—¡Corran! —gritó Rodrigo.
Todos salieron disparados, pero el túnel era un laberinto de trampas, tuberías rotas y charcos sospechosos.
—¡Vamos a morir! —gritó Agustín.
Justo cuando la bestia estaba por alcanzarlos…
—¡FUEGO EN EL HOYO! —se escuchó una voz desde arriba.
BOOOOOOOM
Una explosión sacudió la entrada del túnel. Escombros y humo volaron por todas partes. Cuando el grupo levantó la vista, vieron dos figuras en la entrada, iluminadas por la luz de la explosión.
El piloto con su armadura de cocos y "El Toro" con su lanzapatatas humeante.
—¡TRANQUILOS, LA CABALLERÍA HA LLEGADO! —gritó el piloto.
Rodrigo no sabía si estar agradecido o asustado.
—¿Son nuestros rescatistas… o nuestros verdugos? —susurró Agustín.
Vanina se frotó la cara con las manos.
—Definitivamente estamos condenados.
Y así, con la jungla ardiendo, los cazadores apostando entre ellos y un ejército de monstruos mutantes todavía sueltos, el verdadero desastre apenas comenzaba.