El aliento helado recorrió la nuca de Rodrigo. Un escalofrío le subió por la espalda, como si el mismísimo destino estuviera a punto de patearle el trasero.
Nadie se movió.
Nadie respiró.
El mensaje en la pared era claro: NO MIRES ATRÁS.
Pero claro, ¿qué es lo primero que hace un grupo de idiotas en una situación de terror?
Exacto.
Rodrigo giró la cabeza lentamente.
Y se arrepintió al instante.
Una silueta alta y deformada emergía de la oscuridad, sus ojos brillaban como brasas agonizantes. No tenía rostro, solo una especie de máscara de metal corroída, con grietas por donde asomaban jirones de piel grisácea. Sus dedos eran largos, terminando en garras afiladas que raspaban la puerta con impaciencia.
Rodrigo sintió cómo el alma se le encogía hasta el tamaño de una pasa.
—Oh, mierda…
El ser inclinó la cabeza de manera antinatural, como si lo estuviera analizando.
—Oh, mierda, mierda, mierda… —susurró Agustín, sin atreverse a moverse.
El chimpancé levantó una mano.
—Voto por que corramos en tres, dos, uno…
¡BAM!
La criatura se lanzó hacia ellos con una velocidad imposible.
—¡CORRAN! —gritó Guille.
Todos salieron disparados en distintas direcciones. Rodrigo y Agustín se tropezaron entre sí, cayendo de bruces en el suelo.
—¡Por el amor de todo lo sagrado, LEVÁNTENSE! —chilló Vanina.
Toro sacó su machete y lo blandió en el aire.
—¡A ver, pedazo de mutante, vení si te animás!
La criatura soltó un gruñido espeluznante y se movió en un parpadeo, apareciendo justo frente a Toro.
—¡Ok, retiro lo dicho! —Toro dio un salto hacia atrás justo cuando la bestia intentó atraparlo con sus garras.
Raquel agarró un tubo metálico del suelo y lo blandió con desesperación.
—¡Al diablo con esto!
Le lanzó el tubo con todas sus fuerzas.
Rebotó en la cara del monstruo con un sonido decepcionante.
Silencio incómodo.
La criatura giró la cabeza hacia Raquel.
Ella forzó una sonrisa nerviosa.
—Eh… ¿amigos?
El ser rugió y se lanzó hacia ella.
¡BANG!
Un disparo resonó en la habitación.
La bestia se detuvo en seco, tambaleándose.
Todos voltearon hacia Guille, quien sostenía un viejo revólver temblando como un flan en un terremoto.
—¿De dónde sacaste ESO? —preguntó Rodrigo.
—Del mismo lugar donde encontré el mensaje en la pared —susurró Guille—. De un cadáver.
El grupo sintió un escalofrío.
Pero no había tiempo para asimilarlo.
La criatura gruñó y, aunque la bala la había herido, no parecía dispuesta a detenerse.
El chimpancé chasqueó los dedos.
—Bueno, esto ha sido divertido, pero yo digo que… ¡HUYAMOS!
Y sin dudarlo, salieron corriendo como almas que lleva el diablo, mientras la bestia los perseguía, dejando tras de sí una estela de gruñidos y metal chirriante.