El grupo giró en dirección a la voz.
Allí, de pie en la entrada de la sala, había un hombre alto vestido con un uniforme negro y un chaleco táctico. Su rostro estaba cubierto por una máscara de gas con lentes oscuros, y sostenía un rifle con la tranquilidad de quien ya ha visto demasiado.
—¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí? —preguntó con voz grave.
Rodrigo levantó una mano.
—Somos… turistas.
El hombre ladeó la cabeza, como si intentara decidir si valía la pena perder el tiempo con ellos o simplemente dispararles.
—¿Turistas? —repitió, con evidente incredulidad.
—Sí —asintió Agustín rápidamente—. Vinimos a… eh… conocer la cultura local.
El soldado suspiró.
—Genial, me tocaron los idiotas.
Raquel entrecerró los ojos.
—Perdón, ¿tú quién eres?
El hombre se quitó la máscara de gas y la dejó colgando en su cuello.
Tenía el rostro marcado por cicatrices y el cabello oscuro enmarañado, como si llevara días sin dormir.
—Me llamo Dante. Y ustedes acaban de meterse en un lugar del que no van a salir fácilmente.
—Bueno, eso lo sabemos desde que nos persigue un mutante de metal —dijo Toro, cruzándose de brazos.
Dante levantó una ceja.
—¿Un mutante de metal?
—Sí, una cosa enorme, rápida, con garras afiladas y una mala actitud —explicó Rodrigo—. Si nos das una salida, estaríamos felices de dejarte con tus… cosas secretas del gobierno.
Dante exhaló por la nariz, como si procesara la información.
—Si esa cosa está suelta, entonces tenemos un problema mayor.
—¿Tienes armas? —preguntó Vanina.
Dante levantó su rifle.
—Tengo esto.
—¿Tienes más armas? —insistió Vanina.
El hombre se giró hacia la mesa de control y tecleó algo en la computadora. En la pantalla apareció un mapa detallado de la instalación, con varios puntos rojos parpadeando.
—No hay tiempo para explicaciones largas —dijo Dante—. Este lugar era un laboratorio de experimentos militares. Hace años lo abandonaron, pero algunas… cosas quedaron atrapadas aquí.
El chimpancé bufó.
—¿Y a nadie se le ocurrió, no sé, dinamitarlo?
—No nos dejaron —respondió Dante sin darle importancia—. Pero ahora parece que la contención falló.
Rodrigo se inclinó sobre la mesa y señaló el mapa.
—¿Qué son estos puntos rojos?
Dante miró la pantalla y frunció el ceño.
—Ah… malas noticias.
—¿Qué tan malas? —preguntó Agustín, ya mentalmente preparándose para lo peor.
Dante se giró hacia ellos con expresión seria.
—No hay solo una de esas cosas sueltas.
Silencio.
El grupo intercambió miradas.
Finalmente, Toro habló.
—Bueno.
—Bueno, ¿qué? —preguntó Raquel.
—Bueno… que estamos jodidos.
Dante apretó la mandíbula y tomó una decisión rápida.
—Si quieren salir de aquí vivos, tienen dos opciones: quedarse aquí y morir… o seguirme y tal vez morir un poco después.
El chimpancé chasqueó los dedos.
—Opción dos suena ganadora.
Dante asintió y revisó su rifle.
—Bien. Entonces prepárense, porque lo que viene no será bonito.
Justo en ese momento, un rugido ensordecedor retumbó en los pasillos.
Algo se estaba acercando.
Y no venía solo.