LA JUNGLA DE LOS DESASTRES

El grupo dio un salto hacia atrás, la tensión en el aire era palpable, y Dante apenas reaccionó, manteniendo la calma como si estuviera acostumbrado a que monstruos de metal corrieran por los pasillos.

—Ok, esto se está poniendo interesante —comentó Agustín, ajustándose la mochila como si fuera un accesorio de moda, en vez de una herramienta de supervivencia—. ¿Quién necesita un guía turístico cuando tienes a un tipo con rifle?

Rodrigo se pasó una mano por el cabello y murmuró con sarcasmo:

—Solo faltaba el mapa y el chaleco salvavidas.

Dante no les prestó mucha atención, ya que el rugido se acercaba rápidamente. Con una rapidez sorprendente, les indicó que se movieran hacia una puerta secundaria.

—Vengan, rápido —ordenó, sin perder el tiempo—. Y dejen de hablar como si estuviéramos en un centro comercial.

Vanina, que hasta ahora se había mantenido extrañamente callada, fue la primera en moverse, desenvainando su cuchillo con una destreza que dejó a todos un poco sorprendidos.

—Si sobrevivimos a esto, me deben una cena —dijo, mirando a Dante con una sonrisa torcida.

Dante, por un breve segundo, permitió una mueca de diversión antes de concentrarse nuevamente.

—El problema es que no tengo tiempo para cenar —dijo mientras miraba por la ventana de seguridad—. Esto se está complicando aún más de lo que pensaba.

El rugido retumbó más cerca y todos se pusieron en alerta, mirando a su alrededor como si esperaran que algo saltara de las paredes. Rodrigo le dio una palmadita en el hombro al chimpancé, que parecía estar más tranquilo que cualquiera de ellos.

—Oye, ¿tú sabes algo de todo esto? —preguntó con una sonrisa nerviosa.

El chimpancé, que había estado observando atentamente, levantó una ceja.

—¿De qué hablas? Yo solo soy un chimpancé con un pie torcido, no un experto en monstruos de metal. Pero si sigues haciendo esas preguntas, ¡te dejo con Dante y el resto del caos!

—¡Trato hecho! —respondió Rodrigo rápidamente.

En ese momento, un sonido metálico resonó en el pasillo, y todos se giraron para ver lo que era. Aparecieron de las sombras dos enormes criaturas, de aspecto salvaje y con cuerpo metálico, sus ojos brillaban con una intensidad aterradora. Las garras de uno de ellos raspaban el suelo con un ruido tan estridente que les hizo apretar los dientes.

—¿Eso es todo lo que tienes? —bromeó Toro mientras sacaba su bate de béisbol, sin mucha convicción.

Dante los miró con una mezcla de incredulidad y desconcierto.

—¿Qué… qué están haciendo? ¡Corran!

Rodrigo, sin pensarlo dos veces, comenzó a correr hacia el pasillo a la derecha, y Agustín lo siguió. El resto los siguió sin hacer demasiadas preguntas. Solo el chimpancé se quedó atrás, mirando a Dante como si estuviera esperando a que tomara alguna decisión.

—Tú también corres, ¿no? —le gritó el chimpancé, como si fuera un entrenador de maratón.

Dante, finalmente pareciendo despertar de su trance, también comenzó a correr. Las criaturas comenzaron a avanzar a gran velocidad, pero afortunadamente, la puerta de seguridad se cerró con un estruendoso sonido metálico que bloqueó su paso, aunque no por mucho tiempo.

Dante, respirando con pesadez, se dio la vuelta para mirarlos.

—Esto no va a ser fácil… ¿A alguien le gustaría dejar de hacer chistes en medio de una situación mortal?

—¿Chistes? ¿Qué chistes? —dijo Agustín, intentando respirar mientras se apoyaba contra una pared—. Solo estábamos… eh… relajándonos, ¿verdad?

—Sí, seguro —respondió Vanina, con una sonrisa irónica—. Como si todo esto fuera un paseo en el parque.

—Pues en realidad… —empezó Rodrigo, mirando a su alrededor—. Si esta jungla tuviera un Starbucks, sería el lugar perfecto para relajarse. Pero como no, ¡mejor seguimos corriendo!

Todos empezaron a reír, aunque la ansiedad seguía en el aire. Mientras corrían por el pasillo iluminado de manera intermitente, sabían que lo peor aún estaba por venir. Pero por una vez, al menos, podrían reírse mientras trataban de sobrevivir.