Dos Copas Para Nosotros

CAPÍTULO 20

No dormí. O sí, pero no como debería. Mi cuerpo descansó, supongo, porque me desperté en algún momento con las sábanas enredadas entre las piernas y el cuello adolorido. Pero mi mente... no paró. Ni siquiera cerró los ojos conmigo. Fue como estar flotando en una habitación oscura, sintiendo que algo no está bien, sin saber cómo explicarlo, ni cómo apagarlo.

Kno no dijo nada al despertar. Ni un roce en el brazo, ni una pregunta como antes. Solo su espalda alejarse mientras preparaba su café. Ese sonido familiar del agua cayendo en la cafetera, el tintineo leve de la cuchara contra la taza… todo sonaba igual que siempre, pero no se sentía igual. Ayer no fue un mal sueño. Lo sé porque todavía lo siento atascado en el pecho, como si se me hubiera quedado algo duro entre el estómago y la garganta. Como una piedra. Una que no se mueve, no se disuelve, no se va.

Me duché tarde. Dejé el agua caer mucho más tiempo del necesario. Cerré los ojos y dejé que el vapor empañara el espejo. Pensé que tal vez si no me veía, si no me obligaba a encontrarme en el reflejo, podría engañarme un rato. Pero no. Mi mente seguía allí, sentada al borde de la bañera, recordándome todo lo que no dije anoche. Todo lo que él tampoco dijo.

No tenía hambre, pero igual me senté en la mesa. Preparé un poco de pan tostado, lo dejé enfriar sin tocarlo. Solo lo miré, como si observarlo con atención fuera suficiente para llenar el vacío.

El teléfono sonó una vez. No lo atendí. Vi el nombre de mi jefe parpadear en la pantalla. “¿Estás viva?” decía su mensaje. Reí sin ganas. Qué pregunta tan simple, tan directa. A veces no lo sé. A veces sí, pero apenas.

La casa se sentía más vacía que antes. No porque Kno se hubiera ido —él seguía aquí— sino porque su presencia ya no llenaba el espacio como antes. Se ha convertido en algo invisible, como ese ruido de fondo que una termina ignorando. Y yo no quiero ignorarlo. Pero ya no sé cómo hablar con él sin parecer necesitada. Y lo peor es que ni siquiera sé si lo estoy por él… o por lo que representaba cuando creí que sí.

A veces pienso que tal vez es esto lo que merezco. Esta sensación de estar acompañada y aun así completamente sola. Me juré tantas veces no repetir ciertos patrones. Me prometí que esta vez sería distinto. Que esta vez sí iba a elegir desde la razón, desde el amor tranquilo, desde el cuidado mutuo. Pero aquí estoy. Esperando, otra vez, que alguien diga algo que no va a decir.

Y ni siquiera me atrevo a pedirlo. Me contengo tanto que siento que, si hablo, las palabras se me romperían en la boca.

Al mediodía, abrí el armario y me encontré con su ropa. Por alguna razón absurda, empecé a doblarla. No porque él me lo pidiera. Kno jamás me pidió eso. Ni siquiera sé si él se da cuenta de que dejo sus camisas alineadas por color. Lo hice sin pensar. Como una coreografía que aprendí hace mucho, como si mi cuerpo recordara que, en algún momento, eso significaba cercanía. Que ordenar sus cosas era una forma de decirle: estoy aquí, sigo aquí, aunque no me veas.

Una camisa todavía olía a él. Me detuve, apreté la tela entre mis dedos. La acerqué a mi cara. No lloré. Solo la sostuve un rato, como si pudiera conectar con algo que ya no está. Me pregunté si él hacía lo mismo con algo mío. Me respondí que no. Y dolió.

Doblé todo cuidadosamente, como si cada prenda fuera frágil, como si él mismo fuera frágil. No sé por qué. No sé para qué. Supongo que es lo que se hace cuando aún se espera algo, aunque no se sepa qué.

Quizá no espero que vuelva a ser quien era. Quizá solo espero... que me mire como antes. Que note que todavía lo elijo en silencio, incluso cuando ya no lo entiendo.

Y mientras guardaba su última camisa, sentí una punzada en el pecho que no supe nombrar. No era tristeza. No era enojo. Era algo entre la resignación y el amor. Algo que no debería existir al mismo tiempo. Pero ahí estaba.

Y me asustó pensar que esa sensación se me esté haciendo costumbre.

La tarde cayó sin que me diera cuenta. Había pasado horas organizando cosas que no necesitaban organización. Cajas que no pensaba mover, papeles que no pensaba leer. Saqué un libro que nunca terminé, lo dejé abierto en la misma página de siempre, y me senté frente a la ventana con una taza de té que se enfrió antes de que pudiera beberla.

El ruido de la cerradura me hizo girar. Kno estaba de vuelta. No lo esperaba tan pronto. O tal vez sí, pero ya no sé qué espero. Él entró sin mirar mucho, dejó las llaves en la mesa y se quitó la chaqueta con ese movimiento mecánico que ya se le volvió costumbre.

—Hola —dije, sin levantar mucho la voz.

—Hola —respondió, sin dejar de mirar el suelo mientras se quitaba los zapatos.

No hubo más. Solo el sonido del grifo de la cocina y el del refrigerador abriéndose. Me quedé sentada, esperando... algo. Una conversación, una mirada, una pregunta. Pero él simplemente se movía por la casa como si yo no estuviera, como si la costumbre hubiera reemplazado la intención.

Me levanté y caminé hacia la cocina. Me apoyé en el marco de la puerta mientras él servía agua en un vaso.

—¿Cómo estuvo el día? —pregunté, intentando que mi voz no se quebrara.

—Normal. Mucho por hacer —contestó, sin mirarme.

Asentí, aunque no esperaba una crónica. Me crucé de brazos, incómoda con el peso del aire entre nosotros.




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