Nunca fue mi amor por él tan intenso que cuando lo miré por primera vez, y mi cuerpo precedió a la tierra y comenzó a temblar.
Era mediados del siglo XIX y yo, pobre y débil, era como un ave con el ala rota deseando vivir un día más, porque 24 horas eran suficiente odisea como para proyectarme hacia un futuro aún más extenso.
Me buscaban en la calle. Vestía como una dama, pero robaba como un bandido; sin embargo, ese día había cometido un error minúsculo, y la baratija que llevaba bajo la manga parecía sumar peso a medida que el vendedor, víctima de mi último crimen, se acercaba a mí.
No tenía manera de escapar. El mercado era una plaza abierta, con suficiente espacio entre un puesto y otro, y lo extensa que era volvía imposible las aglomeraciones que yo necesitaba para escabullirme.
No quería ir a prisión, sabía la condena en vida que esto significa, pero tampoco había un escape aparente. La angustia me aprisionó con tal fuerza que por un momento me fijé al suelo y me volví como una estatua, atemporal e incapaz de sentir el volumen del tiempo.
Tuve que despertar de aquel breve beso con la locura. No podía, no debía paralizarme. Miré hacia cada esquina, buscando alguna puerta o algún hueco por el cual pudiera escapar.
-¡Ladrona!
El vendedor comenzaba a perder las formas, y era su descarada acusación signo de que estaba seguro de mi crimen.
Comencé a caminar con mayor rapidez entre las personas: sentía los pies como plomo y sus hombros como acero. Era consciente de sus miradas, y de como más de uno hacía esfuerzos cada vez más consistentes por detenerme. Si no escapaba pronto la multitud me iba a atrapar, y en aquella ciudad ahogada por la crisis y la violencia yo me iba a convertir en depósito de sus frustraciones, y en abrevadero para saciar sus ganar de liberar la furia.
Se atravesó un par de hermosas criaturas oscuras, con la crin refulgente y el cuerpo firme. Siempre había amado a los caballos, pero aquellos especímenes parecían más la cruza entre un ser vivo y la ensoñación de un mítico Pegaso, que un animal de verdad.
Sus cuerpos estiraban el carruaje más magnífico que yo hubiera visto jamás, lleno de tanto lujo que me sentí de pronto como si mis ojos fueran dos ventanas que con ingenuidad miraban un mundo extraño.
El vendedor acortó la distancia. El carruaje se atascó por unos segundos en un hueco en el suelo, y yo concebí un plan para escapar que era más hijo de la desesperación que de la verdadera destreza mental.
Me subí al carruaje. El único ocupante del interior dejó de ver la ventana y de inmediato me miró, sorprendido.
El espacio se diluyó en sus contornos, y se volvió polvo finito que se podía deshacer con un suspiro. No hubo tierra, ni luz ni vida que existiera fuera de él. Él también me miró con una mezcla de curiosidad y sorpresa. Alzó las comisuras de sus labios, y sonrió, complacido. En un segundo, nos amamos con la herencia de siglos apilados.
El chofer de inmediato abrió la puerta y me bajó del carruaje. Intenté sostenerme de la puerta, pero no conseguí asirme con fuerza.
Antes de que el chofer pudiera arrojarme del carruaje, el pasajero me tomó del brazo y le dijo:
-Déjala ir.
-Pero, señor Arnaud, puede ser peligrosa.
Con un movimiento de sus manos y gesto despreocupado, el señor Arnaud desestimó sus advertencias.
-Permítame- me tomó de su mano, y me ayudó a entrar al carruaje. Su tacto era cálido, y aún más, la ternura en sus ojos claros, que se abrían como puertas que siempre habían esperado mi llegada.
Fui gentil en su trato, mucho más de lo que yo había conocido antes: con gracia me ayudó a entrar, y pude adivinar en sus ojos que la fascinación que yo sentía por él era correspondida ¿Quién era este hombre cuya expresión era un espejo de mi propio y súbito amor por la vida? Porque en cuanto lo amé, amé la existencia misma.
Antes de que el chofer pudiera cerrar la puerta, el vendedor a quien le había robado metió la cabeza y me jaló el vestido.
-¡Sucia ladrona!- dijo con los ojos saltados del enojo- ¡Devuélveme mi joya!
El señor Arnaud lo tomó por las muñecas y lo separó de mí. El gesto del vendedor pasó de la rabia al miedo.
-Señor, señor, no lo entiende- dijo, con los brazos inmóviles por su fuerza-. Ella me robó.
El señor Arnaud lo empujó fuera del carruaje, al suelo húmedo y el festival de olores a fruta podrida del mercado.
-No olvide que es una dama- respondió con los ojos cargados de ira, y luego se dirigió al chofer del carruaje-. Señor Collins, pague a este hombre una compensación, y sigamos con el trayecto.
-Por supuesto- respondió el señor Collins.
El chofer cerró el carruaje, y tras un breve intercambio con el vendedor, subió a su puesto y prosiguió el viaje.
Había un encanto obvio en su persona que empeoraba mi entumecimiento mental y me impedía hilvanar las palabras como la mentirosa profesional que yo era: su belleza. Cabello dorado, nariz recta, ojos claros, pómulos altos y hombros musculosos que sobresalían bajo sus finas ropas. Me preguntaba si él vería con la misma admiración.
Tras unos segundos de trayecto, comprendí que él también enfrentaba una confusión que le impedía concentrarse claramente, y aunque le resultaba más fácil disimularlo, no escapaba a mi atención las miradas que me dirigía mientras el carruaje proseguía.
El trayecto estuvo lleno de saltos, y así también mi pensamiento, que iba de lado a lado por encima de las paredes de un laberinto, aterrizando en puestos tan opuestos que dudaba que pertenecieran a la misma mente.