Dos extraños amantes

SEGUNDA PARTE

SEGUNDA PARTE

            La duda, que yo imaginé sería devorada por nuestras pasiones, terminó siendo tan fuerte como el tiempo mismo, y tan oportunista como el ave de rapiña que, con la indiferencia moral que caracteriza a la naturaleza, espera un segundo de debilidad para clavar sus garras.

            Habían pasado ya 10 años, y Arnaud y yo no cesábamos en el carnaval continuo que era nuestras vidas: fiestas superficiales, joyas de moda, viajes a lugares exóticos y veladas en camas de seda. Arnaud poseía una riqueza que era, al parecer, inacabable, y cuyos orígenes yo no conocía, ni me interesaba conocer.

            Pero, aunque era feliz, más feliz que en todos mis años anteriores, había dos cosas en nuestra relación que yo no conseguía entender: la primera, el extraño paso del tiempo, que en nuestro caso parecía no dejar huella, y la segunda, nuestra inquietante relación con una serie de tragedias.

            Me desperté un día antes de que la mañana floreciera. En la púrpura despedida de la madrugada, la duda por fin explotó y se desperdigó por todos los rincones de mi cabeza. Me senté frente al espejo y me miré, fijamente. Es extraño decir que anhelaba encontrar huecos, arrugas, cicatrices, cuando la juventud es un bien tan efímero como deseado, pero me inquietaba sentir que la naturaleza se había saltado un paso con nosotros.

            Desde que había conocido a Arnaud, en esa plaza llena de muerte, ni él ni yo habíamos envejecido más que en nuestras costumbres, y eso quizás estaba por discutirse, porque mientras a mí ya no me saltaba el pecho cuando lo veía, Arnaud me seguía buscando entre las personas con tanto afán que yo sentía ternura y culpabilidad a partes iguales.

            Me buscaba un solo cabello encanecido, una sola línea en la piel suave bajo mis ojos, cuando Arnaud abrazó mi cuello y me besó la cabeza con ternura.

-Emilia- dijo, susurrándome al oído-. Vuelve conmigo.

            No supe decir si se refería al acto de acostarme a su lado, o a su deseo de que las cosas recobraran la simpleza de nuestros primeros años. Yo sabía que sentía nostalgia por la ingenuidad que había perdido, por aquellos años cuando yo no hacía preguntas sobre su origen; pero con todo, en el momento más álgido de una discusión, cuando le pregunté si no era mejor separarnos, frenó sus palabras y me pidió, con una absoluta rendición del orgullo, que nunca lo abandonara.

            Acaricié su brazo fuerte. Él mismo también era motivo de mis preocupaciones. Su pecho y su torso conservaban la tirantez de los años anteriores, su cabello aún brillaba, su rostro entero conservaba sus características angulosas y perfectas.

-Amor mío- me dijo, adivinando la duda que se cernía en mi rostro- ¿otra vez estás buscando el tiempo en tus ojos?

Podía ver la callada desesperación en su rostro: yo era una persona muy diferente a la que él había conocido, y ya no confiaba ciegamente en sus palabras. Mis pensamientos, al pasar el tiempo, se habían vuelto maduros y racionales. Ya no bastaba el amor para calmar la vida.

Alguien golpeó la puerta. Supe por costumbre que era Olimpia. Arnaud salió de la habitación principal. Apenas se miraron un segundo, pero noté un destello de enojo en los ojos de Olimpia. Quizás ella también estaba cansada de tanto misterio. Con todo, ambos caminaron en direcciones opuestas en silencio.

Olimpia era la señora encargada de todos mis menesteres. Alta y fuerte, cuando la conocí parecía capaz de construir un hogar en medio del desierto con sus propias manos. Pero la muerte de su hijo, acontecida cuando viajábamos por río tres años atrás, la habían dejado la huella ceniza de un dolor irreparable.

-¿Quiere que le ayude en algo, señora?

-Pasa, Olimpia.

            Olimpia no necesitaba demasiadas instrucciones. La convivencia diaria, aún en el silencio, lo llenan a uno de un conocimiento extraordinario por el otro. Comenzó a cepillar mi largo cabello con delicadeza, mientras yo intentaba adivinar lo que encerraban sus ojos grandes.

-Olimpia ¿has notado algo extraño en mí?

            Por un momento dejó de cepillar mi cabello, y me miró, sorprendida.

-No entiendo a qué se refiere, señora.

            Mintió. Yo también la conocía bien.

-Lo has notado ¿cierto? Que algo sucede con Arnaud y conmigo.

-No entiendo la pregunta.

-Olimpia, llevas casi una década con nosotros ¿en verdad no tienes algo que decir?

            Siguió cepillando su cabello. Desde meses atrás llevaba sobre el cuello un collar con una figura que no reconocía, el cual apretaba con fuerzas cada tanto que pasábamos a su lado.

-Yo no tengo nada que decir sobre la señora ni el señor- siguió cepillando mi cabello con suavidad.

-Olimpia ¿acaso no has notado? Incluso, desde que tu hijo murió en ese horrible accidente, nosotros…

            Sentí un tirón que nacía desde mi cuero cabelludo. Cuando Olimpia despegó el cepillo, un par de mis cabellos salieron junto con él. Se recuperó de inmediato, pero con todo, pude ver la colisión de emociones en su mirada, y su mano aferrada a su collar como si se tratase de un amuleto.

-Lamento mucho haberla lastimado, señora- dijo, con la mirada baja- ¿Quiere que siga cepillando su cabello?

            Me acaricié la inflamación que había dejado en mi cabeza.

-Sé que no vas a decir palabra- dije con calma-. Vete.

 

            Caía la noche, y yo me sentía todavía presa de la misma pregunta, como si fuera la duda una cadena invisible. Al final, tuve que dejar de comer. Dos de los ayudantes de la cocina permanecían de pie, atentos a nuestras necesidades.

-Arnaud ¿has notado que nosotros…?

            Arnaud se giró, y pidió a ambos ayudantes que se retiraran. Sabía lo que estaba a punto de decir. Arnaud me conocía tanto, que nos habíamos vuelto una consciencia combinada que se adelantaba a las palabras.




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