TERCERA PARTE
Nunca hemos sido tan afortunados como Arnaud ha dicho por años. Solo en la superficie hemos sido perfectos; bajo ella, la tragedia ha trazado un camino de lágrimas y hollín, restos de esperanzas perdidas y sueños cortados con la violencia de una hoz afilada.
Después de haber sobrevivido al terremoto de la plaza, la primera vez que nos conocimos, Arnaud me tomó del brazo, y recorrió a mi lado aquellos suelos plagados de cuerpos inertes, y yo lo amé, lo amé desesperadamente, porque sentía cómo la fuerza de su mano era un puente entre la muerte y la vida, porque me sentía protegida por su certitud ante el desastre, por la inmovilidad de su rostro, que me hacían creer que, a pesar de lo que había pasado, mientras yo permaneciera con él iba a vivir, tal cual él me había dicho en el carruaje.
En esos minutos, cuando yo sentía que mi mente iba y venía del razonamiento a campos de pensamiento desordenados, la seguridad en Arnaud fue lo único que impidió que en mi cabeza estallara la locura. Conocer de la muerte por palabras, y mirarla mientras la vida se retrae calladamente del rostro, son dos asuntos completamente distintos.
Recuerdo que una neblina comenzó a rodearnos. Podía ver sombras, algunas altas, algunas bajas, caminando lentamente entre retazos grisáceos de nubes. Su trayectoria era confusa, tropezaban y chocaban entre sí, y después, se sentaban en el suelo. Tardé un momento en darme cuenta de qué eran, hasta que por fin pude distinguir sus extremidades. Eran personas.
Quise llamarlos, pero Arnaud, me pidió que guardara silencio. Apretó con mayor fuerza mi mano, y me dijo:
-Quédate conmigo.
Asentí.
Con la mano que le quedaba libre, sacó una caja de cerillos de su bolsillo.
-Toma mi brazo- me pidió-. Pero no me sueltes.
Apenas y tomé su brazo, distraída con las sombras que caminaban alrededor nuestro.
-Emilia- Arnaud me tomó del rostro, y me miró fijamente-. Mientras te mantengas cerca de mí, todo estará bien. Pero no dejes de tocar mi brazo.
-Sí, dije que sí- contesté, empezando a perder la compostura.
-Emilia, no lo entiendes- dijo, con la mirada de pronto conmovida-. He deseado tanto…
-¿Qué has deseado?
Arnaud sonrió un poco. Su mirada era de ternura, aquella ternura que ocurre cuando uno conoce mucho, más de lo que uno quisiera, y se pronto se ve conmovido.
-Mi dolor se ha desvanecido- dijo Arnaud, con una sonrisa-. No me sueltes, por favor.
Tomé de su brazo, esta vez con ambas manos. Parecía tranquilo, y su paz tuvo un efecto tranquilizador en mí.
Arnaud sacó un trozo de algo que parecía madera, con una inscripción antigua en un lenguaje que no pude entender, y con una forma incrustada, que asemejaban un amanecer, o tal vez, un anochecer. Encendió un cerillo, y encendió el trozo de madera.
La luz era mucho más brillante de lo que pensaba que podría ser. Las sombras que caminaban a nuestro alrededor dejaron de vagar, y comenzaron a caminar, esta vez con mayor seguridad, a ambos lados de nosotros. Tuve miedo de que las sombras se acercaran demasiado a mí, y en algún momento, lancé un suspiro de angustia. Pero a mayor mi miedo, mayor era la compasión con la que Arnaud me miraba, y eso me mantenía calmada. Él era mi calma. En algún momento besó mi frente, y siguió a mi lado, guiándome a la par de las sombras.
Nos detuvimos al final de la plaza. En la niebla la luz apenas y titilaba. Todo lo que podía ver eran las personas que caminaban a nuestro lado, como líneas trazadas en el aire. En un extremo de la plaza, frente a nosotros, pude ver con claridad dos personas: una mujer, y un niño. La mujer llevaba un vestido de falda amplia, un sombrero de ala ancha y un bastón, mientras el niño vestía de medias, pantalón corto y saco, y un sombrero pequeño. Sus cuerpos eran los únicos que podía distinguir con claridad, aunque sus rostros aún me parecían difusos a la distancia.
Arnaud los miraba fijamente, mientras las sombras se dirigían hacia su encuentro. Entonces, sucedió algo inusual: a medida que las sombras fueron alcanzando a la mujer y al niño, se volvían un polvo dorado que flotaba, ascendía al cielo, y de pronto, desaparecía. Era de una belleza inaudita el río vertical de luces que ascendía, y yo imaginaba que se perdían en una región inexplorada, aunque dentro de mi cuerpo, en el espacio que nos sostiene con mayor fuerza que los músculos, sentía una cálida paz, como si pudiera asomarme a un lugar que nunca había visto, pero reconocía, como sucede en un déja vu. Las emociones contradictorias parecían comprenderse entre sí, y en la tregua que habían establecido, yo desee haberme ido con aquellas columnas doradas, aunque sentía también que extrañaría mucho este suelo rocoso que llamaba “hogar”.
Pero ¿dónde estaba mi hogar, exactamente? Me sentía parte de ambos lugares, en la tierra y en la lejanía a donde se dirigían aquellas sombras, y por un instante me sentí, más allá de feliz, plena, porque lo entendía todo: la alegría y la tristeza, el inicio y la despedida. Lo comprendía como un círculo infinito al cual yo pertenecía, y que me despertaba de un sueño antiguo, para volverme un movimiento invisible y eterno. Pensé que no entendía la vida, pero que esto no importaba en lo más mínimo; que la vida era despertar, era sentir, y un suspiro después, dejar ir.
Cuando las sombras desaparecieron, la mujer y el niño al final de la plaza se retiraron. Pero antes de hacerlo, vi que la misteriosa mujer, y Arnaud, asentían uno al otro. La neblina se disipó lentamente, y con ella, la luz que Arnaud sostenía. El trozo de madera con el que había iluminado nuestro camino parecía no haberse consumido, ni siquiera haberse quemado. Pronto lo introdujo de nuevo en su bolsillo, y éste, pareció desaparecer incluso de aquel lugar.