Dos extraños amantes

CUARTA PARTE

            Al ver los rostros bajo la luz de las velas, las sombras de sus cuerpos temblando en las paredes, la extensión de sus almas materializadas en el soñoliento atardecer, último suspiro de este día, casi sentí que era poesía, aún y cuando más de uno empuñaba su cuchillo mientras me dirigía una feroz mirada.

Sus ojos, horrible visión del destino, sus ojos ante el peso del odio se volvían cuencas cuya profundidad yo no alcanzaba a reconocer. La pequeña multitud me odiaba, de eso estaba segura; ¿qué iban a hacer conmigo? Era una pregunta que no podía contestarme por temor a desfallecer.

Olimpia estaba entre ellos. Debí haberlo adivinado. Debí haber sabido que, algún día, toda su rabia, su dolor y su encarnecida ceguera ante la insensatez misma de la vida iba a terminar dirigiéndose hacia mí. Olimpia nunca pudo aceptar que la muerte de su hijo hubiera sido producto del azar; buscaba constantemente una razón, una lógica, cualquier ancla que le ayudara a mantener el rostro por encima del mar que era su tristeza, y tras años a nuestro lado había encontrado en nuestros múltiples infortunios la lógica a su tragedia, al igual que todos los demás que la rodeaban.

-Olimpia ¿cómo me has podido hacer esto? - inquirí, luego de caer en cuenta que mi fiel empleada formaba parte de una rebelión en mi contra-. Hemos vivido tantas cosas juntas, juntos: Arnaud, tú y yo.

-Señora- respondió, su voz seca de emociones-, usted conoce que le he sido fiel por una década. Pero ellos saben, y yo sé, que muchas cosas han sucedido en estos años. Muerte- su voz se flexionó por un segundo ante el peso del recuerdo-. Dolor. Tristeza. Los únicos que se han salvado de todo aquello han sido usted, y su señor.

-Pero eso ha sido solo casualidad, Olimpia ¿o crees que yo lo he provocado? – dije, desesperada al ver que los hombres y mujeres cerraba en semi círculo a mi alrededor- ¿Acaso creen que yo he provocado todas las tragedias que nos han acontecido?

-La señora tampoco ha envejecido- dijo unos de los hombres-. Lo mismo ha pasado con el señor. La mala suerte nos persigue, más ustedes han encontrado, al parecer, la fuente misma de la vida.

-Lo han hecho a costa nuestra- gritó otro de nuestros empleados.

-Nos han ofrecido como tributo- exclamó una empleada, su rostro pálido surcado por una iracunda mancha roja- ¡Brujos!

-¡Demonios!- dijo uno más.

            Olimpia cerró una mano sobre su amuleto. Sus rostros brillaban ahora con la incandescencia de la rabia. Más de uno había perdido a un ser amado, a un amigo, durante algunos de los múltiples accidentes en los que nos habíamos visto involucrados; en su profunda desesperación, se habían convencido unos a los otros de que Arnaud y yo éramos causantes de todas las tragedias que habían atestiguado, dada nuestra cercanía con cada una de ellas.

Vi el filo de sus cuchillos brillando, mientras el sol se extinguía bajo el cuerpo tendido de las montañas. Me alegró saber que Arnaud había salido de casa. El Sr. Collins, el fiel chofer de Arnaud, no participaba de la pequeña revuelta; de seguro esperaba a Arnaud entre alguna sombra, alistando la huida para que por lo menos él pudiera salvarse. Si Arnaud era inteligente, lo seguiría.

Alisté mi alma para el inminente golpe de la muerte. No tenía mayor miedo que el miedo a la efímera despedida de la vida, y a la violencia con la cual se detendría mi reloj en los pasillos del tiempo. Pero el camino que se dibujaría una vez que yo hubiera muerto, eso no me aterrorizaba. Por el contrario, recordaba con una nostalgia que no obedecía a este mundo a mi primer encuentro con Arnaud, y a las sombras que se deshacían en el aire. Siempre sospeché que algo así debía ser la muerte: la serenidad de un completo desprendimiento. Cuánta libertad en abandonarse a la inmensidad de lo desconocido.

-¡Emilia!

            Escuché la voz de Arnaud en la planta baja, un grito prolongado, desesperado. Vi por la ventana que el Sr. Collins huía despavorido de la casa, y adiviné que había intentado detener a Arnaud, pero ante la inutilidad de sus intentos, había desistido y había preferido salir huyendo.

            Comencé a llorar, porque supe que Arnaud aparecería por el lado contrario de la recámara, aún más cerca de la multitud que me acechaba y, por tanto, iba a morir primero. Aún fuera por un minuto, sentí un pesar profundo al imaginarme caminando en este mundo sin sus huellas a mi lado. Me conmovió la idea de su abrupta despedida de la vida y, sobre todo, el saber que había vuelto a pesar de las advertencias del Sr. Collins.

Quizás algún día yo creí que nos habíamos dejado de amar, porque para mí el amor era un acto estudiado, un plan meticuloso, una negociación continua, y no lograba comprender la manera como él me amaba. Eran tan fuertes sus sentimientos, que yo pensé en ocasiones que éramos dos extraños amantes unidos por la costumbre, y que sus constantes muestras de afecto eran un intento por encender nuestra primera llama. Pero Arnaud nunca entendió el amor como yo lo entendía. Para él, amar era una entrega absoluta, una rendición completa, una incesante derrota del ego, la decisión sostenida de amar, aunque a veces amar fuera lo último que él deseaba hacer conmigo.

Lo vi aparecer por el marco de la puerta. La multitud también se dio la media vuelta, lista para atacarlo. Hubiera querido haberme despedido de él de otra manera, y añoré un abrazo imaginario. La intensidad de mi tristeza se alivió ante la fuerza de los recuerdos: a pesar de todo, habíamos tenido momentos felices. Elegí recordar eso.

Mi cerebro no terminaba de procesar la escena completa, y una parte de mi entendimiento se oscureció ante el brote súbito de violencia. Por eso no pude entender lo que veía, cuando los movimientos de las personas frente a mí comenzaron a ralentizarse, y el choque entre Arnaud y los primeros hombres comenzó a volverse cada vez más lento, hasta quedar sus cuerpos congelados unos frente a otros. Tardé un par de segundos en comprender que no era producto de mi mente, sino que la escena completa, por efecto de alguna fuerza desconocida, se había detenido. El tiempo se había detenido. Por un momento pensé que quizá sí estábamos malditos.




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