CAPÍTULO 4: Alexter
"Por eso es que no me gustan los recién graduados. 'Ogro viejo amargado'. Ni soy un ogro, ni estoy viejo, y mucho menos amargado", pienso en voz alta en el recibidor de mi casa, creyendo que estoy solo. Las palabras de esa chica, Melissa, aún resuenan en mi cabeza. No sé por qué me afectaron tanto, pero algo en su tono burlón me hizo cuestionarme cosas que normalmente no me importarían.
—Hola, cariño. ¿Cómo estás? ¿Cómo te fue hoy? —escucho la voz suave y cálida de mi madre, que parece aparecer justo cuando más la necesito—. Ya habías perdido la costumbre de pensar en voz alta. ¿Qué te molesta?
Siento un abrazo cálido y reparador. Es increíble cómo mi madre siempre sabe cómo tranquilizarme con tan solo un gesto. Me abraza fuerte, como si quisiera absorber todo mi estrés y preocupaciones.
—Madre, ¿tú consideras que me he vuelto un ogro amargado? —pregunto, sintiéndome casi como un niño otra vez.
—Claro que no, cariño —responde ella, con esa voz que siempre me hace sentir protegido—. Has pasado por muchas cosas. Entre lo que le pasó a tu padre, sacar la carrera apresurado pero con el mejor promedio de tu clase, y luego tomar el mando de la empresa que casi arruina tu tío Gale… No eres un ogro amargado. Solo tuviste que crecer muy rápido y no disfrutaste de las cosas típicas de tu edad.
—¿Y viejo? —pregunto, medio en broma, medio en serio.
Mi madre suelta una risa que inunda la habitación, un sonido que siempre me llena de paz.
—¿Pero qué cosas dices? Si apenas tienes veintinueve años. Ven, vamos a cenar. Te aseguro que no almorzaste como debías.
Nos dirigimos a la cocina, y el aroma a pastel de carne recién salido del horno me hace darme cuenta de lo hambriento que estoy. En la hora del almuerzo, solo comí un sándwich de atún y un refresco, y para colmo, lo hice solo. Algo que últimamente se ha vuelto una costumbre, pero que detesto. Cuando era pequeño, siempre comíamos en familia. Era casi lo único que hacíamos juntos en esos días, pero mis padres siempre hacían un espacio en sus agendas para que al menos esa hora fuera sagrada.
—¿Qué te tiene tan distraído? —pregunta mi madre, mientras sirve el pastel en dos platos—. ¿Será que por fin tú y Melina me van a dar la sorpresa?
—No empieces —digo, con un suspiro—. Yo no tengo tiempo para estar pensando en una boda, y mucho menos en un hijo en estos momentos. Ahorita mi prioridad es hacer de la compañía de mi padre la mejor y más importante.
—Hijo, el trabajo no puede ser lo único importante en tu vida —dice ella, con ese tono de sabiduría que solo las madres tienen—. Melina es una mujer muy bonita, y ella se va a cansar de esperar que te decidas. Yo he hablado con ella, y te ama.
Ella tiene razón. Melina es una mujer muy atractiva, de cuerpo bien definido y contorneado, con una cabellera negra lacia hasta la cintura y unos ojos verdes aceituna que hacen que te pierdas en ella. Pero… no es que no la quiera. Es que siento que falta algo. No puede ser solo lo físico, y aún siento que no es el momento. Aunque estamos juntos desde la universidad, pienso que debería esperar un poco más.
—Todavía estás aquí —dice mi madre, haciéndome señas para sacarme de mis pensamientos.
—Ya, para con eso. Si Mel quisiera casarse, ya me lo hubiera dicho ella misma. Sabes que es decidida y le gusta tomar la iniciativa —digo, tratando de cambiar el tema—. Cambiando de tema y de decisiones, ¿ya sabes qué quieres hacer con la casa de la playa?
—La verdad, no —responde ella, con un dejo de nostalgia en la voz—. Esa casa la compró tu abuelo cuando nos casamos tu padre y yo. Fue donde pasamos nuestra noche de bodas. A ti te gustaba mucho ir de vacaciones allá.
—Sí, pero también me trae un mal recuerdo. De hecho, esa fue la última vez que fui. Es un lugar donde no quiero volver —declaro, mientras veo en su rostro un poco de tristeza. Sé que es un tema difícil para ella. Le tiene un cariño especial a esa casa, pero ni sintiendo todo ese afecto ha querido regresar allá desde que él ya no está. Es cierto que en esa casa pasamos momentos muy lindos, pero la última vez que estuvimos ahí fue muy triste. Creo que ambos sentimos que ir allí es rememorar todo ese dolor, en especial para ella, que desde que mi padre murió solo se concentró en mí. Nunca buscó salir o rehacer su vida, a pesar de que varios socios de mi padre trataron de cortejarla. Pienso que mi padre se llevó el corazón de mi madre junto con el suyo.
—Dame unos meses más hasta que decida qué debemos hacer —dice ella, con un tono de resignación—. Y es decisión de los dos, porque te recuerdo que todos los bienes de tu padre son tuyos.
—Sí, pero recuerda que esa casa se las regalaron a los dos —digo, tratando de zafarme de tener que ayudarla a decidir—. ¿Quieres llamar a mi abuelo y le preguntas?
Terminamos la cena, y le ofrezco lavar los platos, ya que Alba, nuestra empleada doméstica, se fue hoy temprano porque llegaba su hijo Antonio, un muy buen amigo mío. Es en ese momento que caigo en cuenta de que a eso se debe el tema de conversación de mi madre: Antonio llega hoy con Clara de su luna de miel.
—No, Alex. Anda a descansar que mañana tienes trabajo —dice mi madre, con esa voz que no admite discusión.
Me dirijo a mi habitación cuando suena el teléfono. Veo en la pantalla "Vídeo llamada entrante" junto a la foto de Melina. Suspiro, porque de verdad no tengo ganas de hablar por teléfono. Solo quiero descansar. Mañana tengo una junta con unos nuevos proveedores y ver qué propuesta me tienen las nuevas muchachitas de publicidad. Decido dejar pasar la llamada. No creo que sea una emergencia; de serlo, habría llamado al teléfono de mi madre. No es que me moleste esa cercanía entre ellas, pero sí es algo incómodo estar siempre al pendiente de que estén tramando algo, como ponerme el anillo en el dedo y la soga al cuello.
Tiro el celular en la cama mientras me meto al baño para tomar una ducha de agua tibia. Luego de unos minutos, salgo y me encuentro con la sorpresa de Melina en mi cama, como toda ama y señora. La veo mientras levanto una ceja, y ella me devuelve el gesto.