CAPÍTULO 7: Alexter (continuación)
Llego temprano a la oficina, tan temprano que ni siquiera Lucas ha llegado. Y mira que él siempre llega antes que yo. Miro mi reloj y me doy cuenta de que es obvio: son las seis de la mañana. No me di cuenta de la hora cuando salí de casa. La verdad es que no pude dormir bien después de lo ocurrido anoche en el Redmoon, y ese sueño recurrente de la niña en la playa no me deja en paz. "Mel". Siempre pensé que era Melina, pero no. La niña que me inspiró tanta ternura aquella vez no puede ser ella. No encaja.
Decido ir a la sala de descanso a prepararme un café. Camino sin fijarme, con la mirada perdida en el suelo, absorto en ese recuerdo que ahora se ha convertido en un sueño recurrente. De repente, choco con alguien. Siento un fuerte ardor en el pecho y caigo en cuenta de que estoy bañado en café. La muchacha nueva, Villanueva, yace en el suelo, quejándose porque al parecer también se quemó.
—Disculpe, Sr. Montenegro —dice, mientras se sacude el café de las manos—. Creo que venía distraída, mirando al piso. Pensé que no había nadie en la oficina y regresaba de la sala de descanso. —Noto que sus manos están muy rojas, y aunque mi pecho arde, me preocupo más por cómo luce ella.
—Ven, vamos a buscar un botiquín —le digo, ayudándola a levantarse. Nos dirigimos a la sala de descanso, y le hago señal para que se siente mientras yo agarro un paño y lo mojo con agua fría para colocarlo en sus manos. Luego busco el botiquín.
—Señor, creo que usted también debería atenderse. Si yo me quemé, me imagino que usted también debe sentir ardor, al menos —dice Villanueva, con un tono de preocupación genuina.
Consigo el botiquín y le aplico un ungüento para quemaduras mientras ella está en el sofá. Yo me quito el saco y abro los botones de mi camisa para lavarme la zona lastimada en el fregadero. Ella se acerca a mí sin verme, para darme el ungüento. Sonrío de lado por la notoria vergüenza que le da el que yo haya abierto mi camisa.
—¿Me pueden decir qué está pasando? —es la voz de Melina, y se nota que está molesta.
—Buenos días, Srta. Swan. Es que tropecé con el Sr. Montenegro, y los cafés… —intenta explicar la chica, pero Melina la interrumpe.
—No te estoy hablando a ti. Mejor vete —le dice con un tono cortante.
—No está pasando nada, y no es para que te pongas así. Fue solo un accidente. Ambos estábamos distraídos —digo, tratando de calmarla, aunque es claro que Melina está que echa humo, aunque no tiene razón para estarlo.
—¡Que te vayas! —le grita, y la chica sale apurada de la sala.
—¿¡Qué te pasa, Melina!? ¡Te estoy diciendo que fue un accidente! ¡No puedes tratar a la gente así! —le grito, sintiendo cómo la ira me consume. Es la primera vez que le grito. Soy un hombre tranquilo y pacífico, pero de verdad que en esta oportunidad me sacó de quicio. La forma en que le gritó a la pobre muchacha y lo que sugirió con su tono es inaceptable.
—¿Me gritaste? —pregunta con tono de víctima, como si yo fuera el que hubiera hecho algo malo.
Me agarro las sienes con mis dedos pulgar y medio, tratando de tranquilizarme a mí mismo para no seguir gritando. —A ver, déjame repetírtelo una vez más. Llegué temprano a la oficina y me dirigía a prepararme un café. Caminaba distraído y no me fijé que la muchacha venía; al parecer, también distraída. Ella traía unos cafés calientes, los cuales nos salpicaron cuando chocamos. Así que le dije para ir a buscar un botiquín. Cuando tú llegaste, yo estaba lavándome porque también me quemé.
—Lo que no entiendo es qué hacen los dos aquí solos tan temprano, cuando la hora de entrada es a las siete —sigue sugiriendo algo más con su tono, y yo, la verdad, no pretendo seguir enfrascado en la misma discusión. Así que solo abotono mi camisa, agarro el saco y me voy a mi oficina, dejándola a ella con su mal humor sin fundamentos.
Entro a mi oficina y justo suena el teléfono.
—¿Cuándo no, tú en el trabajo?
—¿Daniel?
—¡Bingo!
—Hasta que te dignas a llamar. Tengo una semana esperando que me llamaras para informarme cómo va todo con la sucursal de Madrid.
—Di que me extrañabas, porque lo del informe te lo mandé por correo hace cuatro días —dice, riendo.
—Yo, la verdad, no lo he revisado. Pensé que llamarías para decírmelo tú mismo. No es que te extrañara, pero aun así, ¿cuándo te regresas?
—Hoy al mediodía sale el avión, así que asumo estar allá como a las ocho. ¿Por qué?
—Ok, no hagas planes. Yo te voy a buscar al aeropuerto. Tenemos que hablar —digo, antes de colgar. Luego marco nuevamente, esta vez para ver si ya Lucas llegó.
—Sí, dígame, Sr.
—González, por favor, dígale a la Srta. Villanueva que venga un momento.
—Está bien, ya les aviso.