CAPITULO 23: Melissa
Aunque no tengo ganas, igual voy camino al trabajo. Lo menos que quiero es verlo a la cara, porque sé que en cuanto vea ese color de ojos tan atrayente, voy a caer de nuevo.
Pau no para de hablar sobre varios temas. No ha terminado con uno cuando empieza con otro. Sé que lo hace para distraerme, porque sabe que estoy nerviosa de llegar a la oficina.
—¿Me estás oyendo, Mel? —pregunta, viendo que no le estoy prestando mucha atención.
—Ah, sí —le digo por salir del paso.
—Mel, tienes que concentrarte, o no vas a poder seguir trabajando para él —dice, con un tono de voz que intenta ser firme pero comprensivo.
—Lo sé. Creo que lo mejor sería tratar con él solo en lo indispensable —respondo, y Pau asiente, aunque sigue hablando.
Al llegar a la oficina, vemos que Lucas está atareado con unas llamadas telefónicas, así que lo saludamos rápido. Al llegar a nuestros escritorios, encontramos un café en cada uno. Ese Lucas, siempre pendiente de nosotras.
A la hora del almuerzo, le escribo un mensaje a Lucas:
Nos vemos en diez minutos en la cafetería de la esquina.
¿Por qué no en la sala de descanso?
No quiero comer ahí.
La verdad es que quiero evitar cualquier contacto innecesario con Alex.
Luego de diez minutos, ya estamos en la cafetería.
—Hoy el Sr. Montenegro me ha tenido full —dice Lucas, mientras mueve su café con una cuchara—. Y presiento que se viene algo grande. Primero me pidió un vuelo a Nueva York con almuerzo y todo en un restaurante francés. No lo conseguí, y tuve que cambiar toda la agenda a una cena.
Ruedo los ojos. Yo que lo evito, y el tema que pone sobre la mesa Lucas es él.
—¿Y eso? ¿Tiene una cena con socios? —pregunta Paula, siguiendo el hilo de la conversación.
—No, más bien creo que le va a pedir matrimonio a la Srta. Swan —dice Lucas, y siento que mi corazón se detiene. Me siento mareada. Paula le da un codazo a Lucas, pero el daño ya está hecho.
—Creo que voy al baño. Permiso —digo, levantándome de la mesa. Veo cómo Pau le dice algo a Lucas en un susurro y lo mira con cara de quererlo matar.
Entro al baño, todavía mareada. Me paro frente al espejo del lavamanos y veo que estoy pálida como una hoja de papel. Me lavo la cara varias veces, intentando calmarme.
¿Qué pretendía Alex al decirme todo eso? ¿Quería que fuera su último desahogo antes de su matrimonio? ¿Cómo puedo ser tan estúpida? Y pensar que le confesé que me gustaba. Siento unas ganas de llorar que no puedo contener. Entro en uno de los cubículos, no quiero que nadie me vea, y menos porque sé que muchas de las chicas de la oficina comen en esta cafetería.
Y, como si el universo quisiera burlarse de mí, entra una chica hablando con otra.
—Hoy oí al asistente del jefe haciendo una reservación para una cena en un restaurante famoso en Nueva York.
—¿Ahí no es donde está la Srta. Swan? —pregunta la otra.
—Sí, y creo que el jefe se nos casa.
—Bueno, ya era hora. Son muchos años de noviazgo.
—Pero, ¿por qué tan rápido? ¿No te parece raro? —dice una.
—Raro es que no lo hubieran hecho desde hace tiempo —responde la otra.
—Será que la Srta. está embarazada —dice la primera, y este último comentario es como una daga en mi corazón. No aguanto más y decido salir de allí lo más rápido posible. De hecho, ni siquiera me despido de mis amigos.
Me dirijo a mi escritorio, pero obligatoriamente tengo que pasar por la sala de descanso. Y ahí, oigo una conversación que confirma lo que acabo de escuchar hace unos minutos en el baño de la cafetería.
—¿Con que la familia nos crece? —dice el Sr. Swan, palmoteando la espalda del Sr. Hernández y Alex.
—Así es, Daniel. Vamos a tener en casa a un terremoto, como lo éramos Alex y yo en casa —responde el Sr. Hernández, con una sonrisa que no logro entender.
—Bueno, esta buena la conversación, pero tengo que agarrar un vuelo que no puedo darme el lujo de perder, ya que de él depende mi futuro —dice Alex, con una sonrisa que disminuye un poco al percatarse de que estoy en el pasillo.
—Mel, ¿te encuentras bien? —pregunta, preocupado.
—De maravilla, Sr. Montenegro. Le recuerdo las reglas de la oficina: para usted, soy Villanueva —respondo, y salgo de ahí lo más rápido que me lo permiten mis pies.
—Espera —es lo último que alcanzo a oír antes de que se cierren las puertas del ascensor. Gracias al cielo, consigo un taxi en la entrada del edificio. Solo veo cuando Alex sale buscándome, pero no nota que voy en el taxi.
Ya en casa, rompo a llorar. Así paso unas cuantas horas, preguntándome en qué momento me enamoré de él.
Veo que Paula y Lucas me han estado llamando, y decido apagar mi celular. Ya cuando cae la noche, tocan a mi puerta, pero prefiero que crean que no hay nadie en casa. Me voy a mi cuarto, enciendo el televisor, pero sin prestarle mucha atención.
Ya es pasada la media noche, y algo en la programación llama mi interés. No sé ni por qué, pero es un documental sobre mitos y creencias de China.
—«Se cuenta que existió una vez en Japón —comienza la narración del documental, que por unos minutos capta mi atención y logra hacerme olvidar, aunque sea por un momento, el terrible día que tuve hoy—, hace muchos años, una bruja capaz de ver los hilos invisibles que unían a las personas.Tan pronto como el joven Emperador conoció la existencia de la hechicera, la mandó llamar. Quería conocer quién se encontraba al extremo del hilo atado a su imperial meñique. El emperador sentía gran curiosidad por saber quién sería un día su esposa.
La bruja comenzó entonces a seguir el hilo que partía del dedo meñique del Emperador. Andando, andando, abandonó el palacio, la ciudad, recorrió el camino hasta una pequeña aldea, y entró en ella. En la aldea se celebraba un mercado, con humildes puestos de campesinos que ofrecían lo poco que tenían a los viandantes.