Dosis Perfecta

Dosis Perfecta

El quirófano tenía un ambiente casi hipnótico, pero a la vez relajante, al menos desde su punto de vista. La blancura inmaculada de las paredes, el material instrumental que brillaba bajo la luz, la precisión de cada movimiento. Para el doctor Domingo Céspedes, anestesista de renombre en el Hospital San Gabriel, ese lugar no solo representaba su trabajo: era su santuario.

Su poder se manifestaba en la delgada línea entre la consciencia y el olvido, entre la vida y la muerte. Un cálculo preciso de fármacos podía adormecer, pero una variación imperceptible en la dosis podía convertir un sueño en un abismo del cual era imposible escapar: el sueño eterno. Era un arte, una ciencia refinada que dominaba con una maestría que nadie cuestionaba.

Y eso era lo que más disfrutaba. Amaba su trabajo, el control y el poder que tenía solo en sus manos.

Tenía el poder de decidir la vida y la muerte y era algo donde nadie se podía interponer.

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Aquella mañana, Domingo llegó temprano al hospital. Saludó con una sonrisa educada a las enfermeras, intercambió bromas con los internos y se detuvo en la sala de café para charlar con el doctor Guzmán, el cirujano jefe.

—Tenemos una jornada tranquila hoy —Comentó Guzmán con tranquilidad, revisando la lista de pacientes— Una laparoscopía de vesícula a las nueve, un par de apendicectomías, nada complicado.

—Mejor así —Respondió Domingo— Menos complicaciones.

Guzmán asintió, sin sospechar que, para su colega, el estrés no radicaba en salvar vidas, sino en decidir qué hacer con ellas en esos segundos donde todo dependía de él.

El quirófano 3 ya estaba listo para el trabajo. La paciente, Beatriz Ramírez, mujer de cuarenta y dos años con cálculos biliares.

Un simple caso de rutina.

Entró en el quirófano y la vio acostada en la camilla, con los ojos abiertos, mirando el techo con nerviosismo.

—Buenos días, señora Ramírez —Dijo con su tono más tranquilizador— ¿Lista para la cirugía?

Ella tragó saliva; claramente se mostraba nerviosa.

—Supongo que sí… nunca me han operado antes. ¿Me voy a quedar dormida rápido?

—Ni lo sentirá, se lo aseguro. Solo cuente hasta diez y todo saldrá bien.

Ella asintió, aunque sus manos crispadas sobre la sábana delataban su ansiedad. Domingo sintió un placer sutil en esa vulnerabilidad. Era común que los pacientes sintieran miedo, pero lo que ellos no sabían era que el verdadero peligro no estaba en la cirugía… sino en sus manos.

Preparó la jeringa con propofol y fentanilo. La dosis exacta. O tal vez… una pequeña variación.

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Solo un poco más.

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La aguja perforó la vena con suavidad.

—Respire hondo, por la nariz… —Ordenó con una dulce voz— Eso es. —Mirando directamente a la paciente, admiro cada una de las reacciones que su cuerpo mostraba sin reparos— Ahora cuente conmigo.

—Uno… dos… tre…

La voz de Beatriz se quebró. Sus párpados temblaron y se cerraron mientras intentaba continuar contando, pero de sus labios ya no salía sonido alguno.

El momento más sublime había llegado y él no podía dejar de sentir el control que este le daba.

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El monitor marcaba sus constantes vitales. Pulso estable, presión arterial descendiendo como era de esperarse. Pero Domingo sabía que, si esperaba unos minutos, la hipoxia haría su trabajo. Su corazón se ralentizarís hasta detenerse sin ruido, sin dramatismo.

No siempre lo hacía. Sabía que debía elegir bien sus momentos, sus pacientes. Un error llamaría la atención, una coincidencia demasiado frecuente despertaría sospechas. Hasta ahora, nadie había notado nada.

Hasta ahora.

Porque en ese instante, cuando ya todo estaba en su lugar, Beatriz abrió los ojos.

No del todo, pero estaba claro que lo observaba y parecía que estos querían decirle algo.

Sus pupilas dilatadas lo miraban, aterradas.

Domingo sintió un escalofrío. Ella estaba consciente y sabía lo que estaba pasando.

No podía moverse.

No podía hablar.

Pero lo sentía ella, sus células. Todo su ser sentía que su vida se estaba terminando.

¿Había cometido un error? ¿Calculo mal la dosis? No, imposible. Pero entonces… ¿Qué había pasado?

El monitor emitió un sonido agudo.

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Algo no estaba bien.

—¡Está entrando en crisis! —Exclamó una de las enfermeras, comenzando el protocolo establecido.

—¡Saturación bajando! —Agregó el residente de anestesia, comenzando a acercar la mesa establecida para esas situaciones con todos los medicamentos que arruinaban su trabajo.

Guzmán levantó la cabeza de la incisión.

—¿Domingo? ¿Qué ocurre?

Por primera vez en años, Domingo no tuvo una respuesta inmediata. Vio los números descender: ritmo cardíaco inestable, saturación cayendo en picada.

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Aun así, Beatriz lo seguía mirando.

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Un abismo se abrió bajo sus pies; sintió una oleada de náuseas. Su placer habitual se había evaporado, sustituido por algo que no había experimentado antes: miedo.

—¡Intuben de nuevo! —Ordenó. Su propia voz sonó extraña en sus oídos.

Pero algo en su expresión había cambiado. La enfermera, el residente, incluso el cirujano lo miraban con un leve atisbo de duda.

Como si algo no encajara; posiblemente su tono casi decepcionado, casi molesto al momento de dar la orden.

Beatriz se debatió entre la vida y la muerte durante cinco largos minutos. Cuando finalmente se estabilizó, su cuerpo estaba inmóvil, pero sus ojos cerrados ya no parecían en paz; era como si aún intentara penetrar su alma.

Domingo salió del quirófano sintiendo, por primera vez, que había cometido un error que no podía corregir.

Los días siguientes fueron una tortura.

Volvió a su rutina, sonrió a los colegas, asistió a nuevas cirugías. Pero ya no se sentía igual. Cada vez que pasaba por los pasillos, sentía miradas sobre él.



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En el texto hay: necesidad de control, anestesista

Editado: 16.03.2025

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