Pasaron quinientos años
y Vlad jamás murió.
Lloraba día y noche por su amor perdido.
Decidió mudarse de lugar: el castillo ya no era hogar,
era recuerdo.
Estaba muy viejo y arrugado,
pues ya no bebía mucha sangre humana.
Esa misma noche llegó el abogado Jhon,
encargado de vender el castillo del conde
y de entregarle una mansión en Francia.
El encuentro entre ambos fue tenso.
Más tarde cenaron en el gran comedor
y el conde lo acompañó hasta su habitación.
Antes de irse, le dijo con voz grave
que por nada del mundo saliera de su cuarto esa noche.