El grito de Nina atravesó la casa como un presagio.
Jhon fue el primero en reaccionar. Dejó todo y salió corriendo por el pasillo, seguido por el cura y por Lord Tomás. Las velas temblaban a su paso, como si la propia casa supiera que algo terrible había ocurrido.
—¡Nina! —gritó Jhon mientras subía las escaleras de dos en dos.
Al llegar a la habitación, la puerta estaba abierta.
La caja de música yacía en el suelo, muda.
La ventana, abierta de par en par, dejaba entrar el aire helado de la noche.
Nina no estaba.
Jhon sintió que el corazón se le caía al pecho.
—Se… se fue —murmuró—. Se escapó con él.
Lord Tomás se acercó a la ventana y observó la oscuridad.
—El conde —dijo con gravedad—. La bestia se la llevó.
—¿Y ahora qué haremos? —preguntó Jhon, desesperado—. No podemos dejarla en manos de ese monstruo.
El cura, que hasta entonces había permanecido en silencio, alzó la mirada. Sus ojos no mostraban miedo, sino determinación.
—Déjenmelo a mí —dijo con voz firme—. Tengo amigos… soldados en Transilvania.
Jhon lo miró sorprendido.
—¿Soldados?
—Hombres que conocen el mal y no le temen —respondió—. Iremos al castillo de esa bestia. Y si Nina aún vive… la traeremos de vuelta.
El silencio se volvió pesado.
Lord Tomás asintió lentamente.
—Entonces no hay tiempo que perder.
Esa misma noche, sin mirar atrás, partieron rumbo a Transilvania,
sin saber si llegarían a tiempo…
ni si Nina aún deseaba ser rescatada.