La brisa soplaba suave, pero su frío desgarraba el alma. Dolía, dolía... pero, ¿por qué debería doler?
Era confuso y, a la vez, comprensible. Era un... ¿sentimiento?, como lo llaman los humanos. Pero, ¿es posible? ¡NO! No soy un humano.
Los gritos resonaban con tal fuerza que todos los pájaros habían volado, asustados. Era lamentable que estuviera hablando solo; aún más lamentable que pudiera sentir algo más que mis instintos primarios y...
—Haa... —un suspiro interrumpió sus pensamientos al vislumbrar su propio reflejo en la marea del agua.
¡Es esto! ¡Esta maldita cosa! El Hizzarry. Ahora lo comprendo: esto es lo que llaman el lazo entre amo y sirviente. Cuanto más fuerte es el lazo, mejor se comprenden. Mi hermano lleva años con esta cosa clavada en su cabeza, y por eso se combina tan bien con Kimiri.
¿Y si me lo quito? Sería como rendirme y aceptar que ese dragóncito de piel de león es mejor que yo. ¡No! No haré eso, aunque en verdad me duele mucho.
Un momento... ¿dolor? El Hizzarry jamás me había molestado; ya estaba acostumbrado a su presencia en mi cabeza. Además, era un dolor diferente. Debo averiguar qué es.
Oreyet cerró lentamente los ojos, tratando de concentrarse. Apenas logró escuchar algo, un sonido casi inexistente, un sentimiento que, visto desde otra perspectiva, parecía casi irreal. Pero algo sin base no tendría fundamento. Sin embargo, había la posibilidad de que siempre estuviera allí, atrapándolos a ambos por sorpresa.
Y sí, era eso: un llanto, una lágrima o una queja de esos mismos sentimientos. Pero al final, solo representaba algo: dolor y pena.
Oreyet abrió los ojos, y se dio cuenta de que al fin había comprendido algo que, en otro tiempo, lo hacía sentir inferior a su hermano. Orefiyet ya había vivido ese sentimiento, lo que lo hacía más sabio y prudente que Oreyet. De él emanaba algo que jamás había sido visto, ni siquiera por los hombres.
Una lágrima caía del rostro de Oreyet, una lágrima ansiosa por salir de un corazón rígido y frío como el hielo. Pero, a la vez, su interior ardía y quemaba, no solo de odio y rencor, sino por algo más, algo que también descubriría muy pronto.
Lentamente, la lágrima caía de su rostro, soltando humo por el frío ambiente, y al caer en la tierra muerta e infértil, esta la absorbió. Al fin, la lágrima tocó el suelo, y de inmediato emanó una hermosa flor brillante y resplandeciente que cambiaba de color según el ánimo de quien la sujetara. Una flor mágica que jamás se marchitaría, a menos que fuera utilizada para bien o para mal.
Oreyet miró la flor con asombro; claro que no entendía nada, lo había olvidado todo.
Suavemente, tomó la flor con una de sus colas y la arrancó del suelo. Sabía muy bien a quién se la iba a regalar.
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En Otro Lugar: Kimiri
—Orefiyet, has estado muy silencioso —dijo Kimiri.
—No tengo nada de qué quejarme —respondió Orefiyet.
—Si no fuera por ti, ya me habría matado en muchas ocasiones —dijo Kimiri.
—¿Por qué? Eres un buen guerrero.
—Ni tanto... —Kimiri comenzó a entristecerse, recordando cada palabra de Reur. Cada frase era como un cuchillo atravesando su cuerpo—. Al menos has fingido bien para mi querido amigo —terminó, cayendo en un profundo sueño.
—Amo, será mejor que volvamos; podrían sospechar —dijo Orefiyet.
—Sí, de todos modos ya tengo lo que quiero —respondió Kimiri, observando a una gran multitud intentando ocultarse en la maleza. Era un pueblo destruido por el mismo Reur, un pueblo que abandonaba las Cadenas de Montaña.
—Ustedes responderán mis preguntas...