En un sombrío panorama se encontraba Kimiri, surcando los cielos sobre Orefiyet, volando directo hacia el pueblo en desgracia. Lentamente, intentaba tranquilizarse a través de sus pensamientos; bien sabía que tanto amor también podía transformarse en puro odio.
Kimiri:
Siento un bulto en el estómago, mis manos tiemblan. Solo había sentido esta sensación una vez en la vida, y no es algo que me guste.
—Haaaa...
Respiro hondo, intentando relajarme. Miro ese pueblo completamente deshecho; hace un día, Reur lo atacó. Me sorprende que no lo haya quemado. Odio este sentimiento de culpa, pero así es: al final, es mi culpa. La mayoría de los ataques de Reur, es decir, sus mayores destrozos, fueron por mi culpa. Lo hizo usando mi poder. Mi padre me enseñó bien a controlar a las criaturas que rodean al hombre. Los llamaban Alfaremkay, una raza de seres mágicos y únicos. Ningún humano ha podido hablar con los que rodean al hombre, pero es irónico que nosotros, los brujos, podamos manipularlos.
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—Oye, Orefiyet... —preguntó Kimiri.
—Sí, amo —respondió Orefiyet.
—¿Tú eres un Alfaremkay?
—No por completo. Para serlo, primero debo matar a mi hermano y a mi padre. Solo debe haber un alfa, y como Oreyet ya es adulto, puede desafiarme a mí o a mi padre.
—¿Qué? ¿Padre? —preguntó Orefiyet.
—Se llama Draiker; él es el actual alfa en el reino de los dragones.
—¿Y dónde está ese reino?
—Haaa, pues... —en medio de la charla, unos gritos alertaron a Orefiyet; los pueblerinos lo habían visto.
Kimiri, con su magia, hizo crecer unas ramas del suelo, encarcelando al pueblo.
—Amo, será mejor que no lo reconozcan —dijo Orefiyet.
—Cierto, mejor habla tú; yo me ocultaré en tu lomo.
Los pueblerinos, espantados, intentaban ocultarse, pero todo intento era inútil. La imagen de Oreyet infundía un miedo que los hacía temblar, como si no hubieran pasado por tanto sufrimiento. Ahora les ocurría esto.
—Miserables humanos del pueblo maldito, vaya que han caído. Soy Oreyet, dragón de Kamir, hija del Draiker. Ella desea saber más detalles de lo que pasó ayer con el pueblo.
Los pueblerinos, confiados, comenzaron a hablar.
—No pasó nada más de lo que ya viste y de lo que ahora ves, luego de que hablaran con nuestro difunto líder...
—¿Qué? ¿Qué hablaron? —preguntó Orefiyet, ansioso.
—¿Tu ama no te lo dijo? —preguntó un pueblerino.
—No, es que cuando hablaron yo no estaba presente, y ahora mi amo, digo, ama, fue atacada, lo que la dejó incapaz de hablar. Por eso vengo a que me cuenten qué pasó desde el principio.
Era una historia difícil de creer, pero los pueblerinos comenzaron a contarle todo.
—No sabemos lo que el gran anciano y la princesa Kamir hayan hablado, pero sí podemos contarte los orígenes de nuestro pueblo. Fue cuando el rey desapareció; comenzamos a acusarnos entre nosotros sobre quién fue el responsable. Nosotros éramos los del medio; no queríamos olvidar a su padre, pero sí deseábamos una vida nueva. Así que buscamos a la reina, que también desapareció meses después del rey. Nos volvimos nómadas, y cuando nos enteramos de lo que le había pasado al resto del pueblo, comenzamos a huir, hasta que Reur nos encontró. Nos convirtió en sus esclavos y dijo que nos liberaría si le entregábamos la espada negra que nos dio su padre.
—¿Y dónde está esa espada? ¿Aún la tienen? —preguntó Orefiyet.
—No, nosotros se la dimos a tu ama... ¿tampoco te lo dijo? —todos los del pueblo se callaron de inmediato, comenzando a sospechar.
—Hhee, no, no me había dado cuenta. ¿Y eso es todo, humanos? —dijo Orefiyet.
—Sí, eso es todo —contestaron.
—Bueno, sigan su camino; tal vez les lleve a un destino menos miserable.
—Nos dirigimos a las orillas de las cascadas; Reur no nos encontrará allí fácilmente.
Orefiyet solo asintió con la cabeza, volando hacia arriba, alejándose del pueblo. Kimiri estaba completamente pálido, pero al fin había aceptado la cruel realidad que se negaba a afrontar, aunque ya lo sospechaba.
—Reur me mintió todo este tiempo. Él me dijo que esas personas habían abandonado a mi padre, pero eso no era cierto. Además, no sabía nada sobre esa espada, aunque es imposible; una vez que el amo muere, la magia de la espada deja de funcionar. No debe ser una espada.
—¿Entonces qué es? —preguntó Orefiyet.
—Tengo mis sospechas, aunque... no, no lo creo. Pero lo que más me impacta es que dijeran que mi madre podría estar viva. Reur me dijo que los del pueblo la asesinaron. No sé quién miente, pero juro que cuando lo descubra, lo pagará caro.