El cielo se iluminaba con destellos de rayos y enormes tormentas de fuego, un espectáculo aterrador que reflejaba la furia de los dragones en combate. En lo alto, entre las nubes cargadas de ceniza, Oreyet se encontraba en una feroz lucha contra su hermano Orefiyet. Ambos eran criaturas majestuosas, con escamas que brillaban como joyas en la luz del relámpago, y en sus corazones ardía la misma sangre ancestral.
Eran hermanos, unidos por la misma estirpe y separados por un destino cruel, luchando no solo por su propia supervivencia, sino por la aprobación de sus amos. En la distancia, la luna llena, casi empapada en sangre, observaba con un aire de tristeza, como si lamentara el conflicto que se desarrollaba entre aquellos que una vez habían sido inseparables. Las explosiones de fuego se lanzaban entre ellos, pero solo uno de los dos luchaba con intenciones de matar. Orefiyet, cegado por el mandato de Kimiri, su amo, había perdido la capacidad de razonar, sumido en un torbellino de órdenes que lo llevaban a la batalla sin cuestionar su propio deseo.
Oreyet, por otro lado, llevaba consigo un lastre de dudas. En su mente, un eco persistente resonaba: quería preguntar algo que no podía recordar, algo que solo su hermano podría responder.
—Por fin Kamir se atrevió a enfrentarse a Kimiri —murmuró Oreyet para sí mismo, una chispa de orgullo iluminando su corazón, aunque sabía que no era el momento para sentimientos humanos. —Debo acabar con este mal nacido.
—¡Aquí se acabó todo, hermanito! —gritó Orefiyet con toda confianza, su rugido resonando como un trueno en el aire.
—Eso ya lo veremos —respondió Oreyet, su voz firme aunque llena de incertidumbre—. Pero antes, dime, ¿de dónde hemos venido?
—¿Acaso ya no lo recuerdas? —preguntó Orefiyet, asombrado y burlón—. ¿¿Te golpeaste tanto la cabeza??
—Si no quieres hablar, no lo hagas —replicó Oreyet, sintiendo cómo la frustración comenzaba a burbujear dentro de él—. ¡Esto en verdad me fastidia!
—Jajaja, para que hayas olvidado todo, debiste haber sufrido un golpe tan profundo que al regenerarse este sea completamente diferente. Te he dicho que me digas el por qué de nuestra presencia en este mundo, no que me digas las razones por las que no recuerdo nada. —Sabía que Orefiyet intentaba acabar con su paciencia para provocar la pelea, pero necesitaba respuestas.
—Jajajaja, en verdad quieres saberlo, bien. Si tanto es tu curiosidad, voy a satisfacer tu pregunta. Los dragones tenemos otro reino, otro mundo que fue creado por los antiguos dioses. Este reino debe ser gobernado por solo un alfa, solo uno. Mmmjjj, creo que ya lo entendiste. —Su risa resonó en el aire, provocando que el calor se intensificara en el pecho de Oreyet, un sentimiento que ya había anticipado.
—Jaja, creo que esto ya lo suponías. Bien, ahora iré al grano, Oreyet. Si en verdad quieres convertirte en alfa, deberás matarme y también deberás matar a nuestro padre, Draiker. —Al escuchar el nombre de Draiker, el gran alfa, los ojos de Oreyet se abrieron de par en par, y sintió cómo el calor de su pecho se duplicaba, una mezcla de ira y dolor.
Observó cómo Orefiyet también se encendía al pronunciar ese nombre, ambos compartiendo un odio profundo por el dragón que les había dado la vida.
—El portal hacia nuestro mundo se abrirá cuando exista un solo alfarremkay, y créeme, hermano, que ese voy a ser yo.
—Bien, no ganarás tan fácilmente —respondió Oreyet, su voz resonando como un eco de determinación, y con un potente rugido comenzó la batalla.
Giraron en círculos, acercándose lo suficiente como para ver los ojos del otro. En los de Oreyet no había nada, pero en los de Orefiyet tal vez había un destello de lo que alguna vez fueron. El tiempo pasó y ambos chocaron con fuerza, sus escamas aferrándose entre sí, garras y alas entrelazadas en un combate feroz. Oreyet intentó rasgar los ojos de su hermano, pero Orefiyet contraatacó, atacando su estómago y haciéndolo retroceder un paso. Con un movimiento rápido, Oreyet punzó las alas de Orefiyet con su cola, mientras que su hermano hacía lo mismo, desgarrando las suyas; ambos se encontraron tan exhaustos que sus alas apenas los sostenían en el aire.
Comenzaron a descender, y Oreyet, con una rápida maniobra, empujó a Orefiyet para que cayera primero. Sus alas se despedazaron contra las rocas, y Oreyet cayó sobre él, deslizándose por la montaña. Sus cuerpos chocaron contra los árboles, y en un instante de confusión, Orefiyet aprovechó para morder el cuello de Oreyet. Un grito de dolor escapó de sus labios cuando el hermano perdió su cola principal. En un descuido, Oreyet sintió cómo Orefiyet tiraba de una de sus patas, arrancándola en un instante brutal. Tras una serie de rasguños y mordidas, finalmente se separaron, cada uno jadeando por el esfuerzo.
Oreyet no sabía cómo había terminado sin una pata, sin un ala y con múltiples heridas, pero la condición de Orefiyet era aún peor; no tenía su cola principal y tampoco alas. Sabía que le llevaría tiempo sanar.
—Bueno, creo que voy ganando, hermano —dijo Oreyet, su voz impregnada de confianza.
—Ggrgrgrgr —respondió Orefiyet, emitiendo un sonido agonizante que resonaba con el dolor.
—¡Este será nuestro último combate! —gritó Oreyet, lanzándose hacia él con toda su fuerza.
Orefiyet también corrió, ambos dragones estaban a punto de encontrarse cuando...
—Hahahahhhhhss —un dolor atravesó el pecho de Oreyet, y sintió cómo el frío lo invadía, como si se estuviera congelando.
Al parecer, no era solo él; Orefiyet también estaba herido. Eso solo podía significar una cosa.
—¡Nuestros amos! —gritaron al unísono, comprendiendo que la batalla que libraban no solo era entre ellos, sino también un reflejo de la lucha entre sus destinos y los deseos de aquellos que los habían creado.