Las nubes cubrían el vasto cielo, como si el sol, cansado de su jornada, hubiera decidido esconderse en su lecho de espuma. Muy pronto, el amanecer haría su entrada, y muchos comenzarían el día con el cálido abrazo del desayuno. Sin embargo, para nuestros protagonistas, ese no era el destino que les aguardaba.
Kimiri había logrado, tal vez, lo que se proponía, pero aun así, una insatisfacción lo consumía. La duda lo atormentaba, y el miedo a aceptar lo que había escuchado con sus propios oídos lo mantenía prisionero. La simple idea de perder a alguien, de volver a experimentar ese dolor que había desgarrado su alma en múltiples ocasiones, lo ataba a la creencia de que Reur era su familia. Era capaz de aferrarse con dientes y uñas a esa ilusión de amor que tanto anhelaba conocer.
—Ya hemos sellado el pacto. Ahora esperaremos hasta que amanezca y partiremos hacia donde Reur.
—De acuerdo —respondió Kamir, asombrada y a la vez desconfiada.
Montó a Orefiyet, y juntos se adentraron lentamente en la isla, alejándose de aquel par de desgraciados.
Kimiri observó a Orefiyet. Este permanecía en silencio, y Kimiri podía sentir el enojo que emanaba de él. Una extraña sensación de inseguridad lo invadía, como si Orefiyet se arrepintiera de algo. A pesar de los siglos que llevaban juntos, la confianza entre ellos aún no era suficiente para compartir pensamientos y emociones. Era un vínculo extraño; habían pasado años juntos, y aún así, Kimiri dudaba que Orefiyet diera su vida por él. Después de todo, él había dejado a Orefiyet abandonado en aquella prisión durante años.
—Orefiyet —dijo Kimiri, deteniéndolo al sujetar el hizarry que llevaba clavado en la cabeza—. Tus ojos lucen distintos hoy.
—¿Sí? Amo —respondió Orefiyet con seriedad.
—Lamento todo lo que te hice. Pude haber sido un mejor amo...
—No hace falta que te disculpes —interrumpió Orefiyet con un tono despectivo.
—Sé que algo te preocupa. Por favor, dímelo.
—¡No pasa nada! —exclamó con altanería, una respuesta inusitada para un sirviente.
La rabia brotó en Kimiri, como un fuego que se avivaba en su pecho.
—Creo que es momento de recordarte tus modales —dijo, esbozando una sonrisa malévola. Clavó su mano en el hizarry, sintiendo cómo el filo penetraba en su propia carne. Orefiyet gritó de dolor, sus patas se retorcieron y cayó al suelo, hundiendo su cabeza en la tierra. Intentó gritar, pero Kimiri empujó el hizarry hacia adelante, paralizando su cuerpo con el dolor. La agonía en sus ojos hizo que Kimiri sintiera una punzada de compasión, pero decidió detenerse al ver la sangre brotar de su cabeza; el hizarry podría haber atravesado su cráneo por completo.
—No me considero piadoso, querido amigo. Así que, si deseas dejar de sufrir, será mejor que hables. ¿Por qué te sientes tan inseguro? ¿Cuál es la razón de tu extraño comportamiento?
Orefiyet lo miró con pena. Si los dragones pudieran llorar, seguramente lo haría en ese momento. Kimiri sabía que Orefiyet le ocultaba algo, un arrepentimiento que pesaba en su corazón, aunque no sabía de qué se trataba.
—Si sigues con esto, Orefiyet, no me quedará más alternativa que leerte la mente. Y sabes que puedo hacerlo —dijo, sacando una espada negra y apuntándole a uno de sus ojos verdes. La energía roja emanaba del cuchillo, y Orefiyet sabía que un solo toque revelaría todo lo que ocultaba.
—No me importa lo que sientas. Eres un dragón, incapaz de comprender mi dolor. Confié en Reur tanto como en mi padre. Lo quiero como si fuera mi progenitor, y si me está traicionando, yo... yo no sé lo que haría.
Un vacío se apoderó de Kimiri, como si todo su ser se desvaneciera, dejando solo el miedo.
OREFIYET:
No puedo sentir mi cuerpo. No es la primera vez que me torturan.
Lloro en mi interior por ti. Recuerdo todo lo que sufrí por ti, todo lo que perdí por tu causa. Perdí a mi hermano por ti, y todo el dolor que soporté fue causado por ti.
Pero...
Yo te elegí, así que ya es tarde para arrepentirse.