—¡Eso no puede ser! —exclamó Kamir, su voz temblando de asombro—. No recuerdo de ti; jamás te había visto antes.
—Hmm, tal vez no lo recuerdes, eras tan solo una niña en aquellos días —respondió Oreyet, sus ojos brillando con una melancólica luz.
Kamir frunció el ceño, sumida en sus pensamientos, mientras una sombra de tristeza cruzaba su rostro.
—No lo sé... Mis recuerdos son difusos. Cuando mi madre falleció, muchos del pueblo vinieron a nuestra casa, y en su furia la incendiaron, llamándome bruja. Desde entonces, permanecí oculta en el bosque. Los animales me perseguían, y yo solo deseaba salvarme... —sus ojos se abrieron de par en par, como si un destello de luz iluminara un rincón olvidado de su memoria—. ¡Ahora lo recuerdo!
Oreyet la observaba con creciente curiosidad, anhelando desentrañar los misterios de su pasado.
—Cuando huí de mi hogar, temía acercarme al pueblo. Así que me adentré aún más en la espesura. Una noche, un estruendo desgarrador resonó en la oscuridad: una antigua presa se había roto. Creí que todo había terminado para mí, pero entonces escuché un gemido, un lamento que me heló la sangre. Al acercarme, encontré un pedazo de carne, envuelto en sangre, una visión horrenda. Sentí una profunda pena; parecía un pequeño perrito, indefenso. Varios carroñeros intentaron devorarlo, así que lo protegí, sin saber que eras tú... —concluyó Kamir, un brillo de felicidad iluminando sus ojos.
Oreyet la miró fijamente, y el tiempo pareció detenerse entre ellos, hasta que finalmente rompió el silencio.
—Tú me salvaste aquella vez. Por eso te elegí, y hasta ahora no te he traicionado, aunque la tentación ha sido fuerte...
No había terminado de hablar cuando Kamir, impulsiva, se lanzó hacia Oreyet, abrazándolo con fervor.
—Gracias...
—¡Oye! Suéltame, podrían vernos —protestó Oreyet, su voz un susurro apremiante, aunque su corazón latía con calidez.
—Lo siento, solo un momento más —respondió Kamir, su rostro apoyado en el cuello de Oreyet.
—Eres verdaderamente fastidiosa —murmuró Oreyet, aunque en su interior pensaba lo contrario, disfrutando del momento más de lo que se atrevía a admitir.
—Te quiero, Oreyet —declaró Kamir, mientras él solo podía observarla, intentando comprender ese sentimiento que ya le resultaba tan familiar.
Triste es la realidad, pues mientras Oreyet recibía el calor del afecto, Orefiyet era atormentado en la penumbra, la cruel separación de dos hermanos, separados por una decisión que ni siquiera fue suya.