Bajo un cielo encapotado, donde densas nubes negras se trenzaban como heraldos de desgracia, y una bruma pesada reptaba sobre la tierra, la muerte danzaba con pasos ligeros, extendiendo sus manos sobre todo cuanto vivía. La vida, tímida y fatigada, se replegaba en las sombras, buscando un refugio que tal vez ya no existía.
En aquel sombrío paraje, Oreyet había descendido a tierra firme. Frente a él, erguido con fría determinación, se hallaba Orefiyet. A su costado permanecía Kimiri, cuyos ojos destilaban una amarga mezcla de miseria y desesperanza. Quería acudir en auxilio de su aliado, pero su cuerpo, quebrado por las heridas y por el peso de su propio corazón destrozado, apenas podía sostenerse.
Oreyet, en cambio, sentía en su pecho la vibración de una fuerza recién nacida. Su corazón ardía con un fulgor semejante al del sol en su cenit. Cada una de sus escamas centelleaba con la luz de la juventud, y en su porte se advertía que ya había dejado atrás los días de la cría para convertirse en un dragón maduro, aunque todavía joven. Orefiyet, por su parte, llevaba largo tiempo en la plenitud de su fuerza adulta, pero jamás había pretendido el cetro de alfa; ni una sola vez había luchado por él.
—Creo que aquí termina todo, hermano —dijo Oreyet con un extraño entusiasmo.
—¡Ja, ja, ja! —rió Orefiyet con voz grave—. Ni pienses que me dejaré vencer, hermanito.
Con un rápido golpe de su cola, Orefiyet apartó a Kimiri y lo lanzó hacia donde aguardaba su ejército, armados con lanzas y cadenas.
—No me importa que tengas a ese ejército a tu lado, Orefiyet —replicó Oreyet, erguido con arrogancia—. Jamás podrías enfrentarte a mí solo. Pero soy compasivo, y sé que nunca podrías vencerme: tu talla y tu fuerza palidecen ante la magnificencia de mi ser glorioso.
—¡Calla, preferido! —rugió Orefiyet, herido en lo más hondo por aquellas palabras. Y sin más aviso, se abalanzó sobre su hermano, derribándolo. Sus garras buscaban el cuello y las alas, pero se mantenía alejado de las fauces, pues conocía bien la brutal fuerza de Oreyet al morder, y no quería volver a probarla.
En el suelo, Oreyet trataba de usar sus colas para apartar a su rival, mas no podía: las cadenas de los soldados lo mantenían atado a la tierra. Orefiyet se preparó entonces para desatar su fuego, un aliento mortal que apuntaba directo al corazón de su hermano.
Solo el fuego de Orefiyet podía apagar a Oreyet; y solo el fuego de Oreyet podía aniquilar a Orefiyet. Desde su nacimiento habían sido opuestos en todo. El pecho de Oreyet irradiaba una luz dorada, mientras que el de Orefiyet emanaba un resplandor verde-azulado. Para Oreyet, el fuego de su hermano era frío como el hielo; para Orefiyet, el ardor de Oreyet era un viento glacial.
Con un rugido, Oreyet volcó su cuerpo y logró librarse, remontando vuelo hacia las alturas. Antes de retirarse, exhaló torrentes de fuego sobre las filas enemigas. Pero no era el único que atacaba: desde lo alto, ramas colosales descendían aplastando soldados.
—Esa magia… —murmuró Oreyet, alzando la vista—. Solo puede ser de…
Y allí estaba Kamir, asistiendo en la batalla mientras esquivaba a Reur.
Kamir, aunque no había logrado herir a su adversario, persistía. Reur, en cambio, había infligido profundas heridas en el lado izquierdo de su cabeza. Parecía que Kamir había aceptado que no podía vencer y había decidido apoyar a Oreyet hasta donde su vida se lo permitiera.
Oreyet, comprendiendo la intención de su amo, comenzó a alejarse fingiendo estar malherido.
—¡No vas a huir, Oreyet! —bramó Orefiyet.
—¡Es una trampa! —gritaron varios soldados, pero su voz fue arrastrada por el fragor de la contienda. Orefiyet no escuchaba: el rencor lo arrastraba hacia un recuerdo lejano, cuando aún eran crías recién salidas del cascarón.
"Aunque yo nací primero," pensaba Orefiyet, "Oreyet rompió el cascarón grande, y por ello nuestro padre le prodigó más atención. Desde entonces fue el preferido. No importa lo que ocurra… hoy pondré fin a mi sufrimiento."
Así, ciego de ira, abandonó a Kimiri, que corría tras él:
—¡Espera, Orefiyet!… te lo ordeno… ¡Orefiyet! —clamaba su voz, cada vez más débil, hasta desvanecerse.
Kamir, desde la distancia, comprendió: esa era una batalla que Oreyet deseaba librar en soledad.
—¡Eh! —vociferó Reur, lanzando una oleada de energía contra Kamir.
Ella intentó erigir un escudo, pero fue quebrado al instante. El golpe le arrancó toda la mandíbula inferior y parte de la superior; la sangre brotó como un río oscuro, empapando la tierra.
Reur, también herido, se levantó dolorido, cubriéndose la boca para contener su propia sangre.
"Parece más muerto…" pensó Kamir, "mientras más poder usa, más… ¡Eso es!"
—¿Qué ocurre? —preguntó Reur—. ¿No puedes soportar tan poca energía?
—A esta pelea… le falta igualdad.
—¿De qué hablas?
—Tú eres una bruja… y yo, un simple mortal.
Y sin más, Reur se lanzó al vacío desde el risco. Oscuras hebras de magia lo envolvieron como velos de niebla, protegiéndolo del impacto. Pero aquellas telas no podían sostenerlo mucho tiempo: necesitaba el otro sellador.
—¡Dámelo, Kamir, y dejaré marchar a ti y a Oreyet!
—¡Jamás! —rugió Kamir.
El cuerpo de Reur comenzó a convulsionar. Un velo espeso y delicado cubrió su rostro, ocultando sus ojos. Trataba de arrancárselo, pero no podía: su propio cuerpo se movía por voluntad ajena. Y entonces lo comprendieron: el demonio empezaba a manifestarse.