El ocaso declinaba lentamente y las sombras de la noche descendían sobre la tierra. La luna, que esa jornada se hallaba plena, se alzaría pronto para derramar su resplandor plateado sobre campos y montañas. Las tinieblas ya no eran tan densas, pues los últimos fulgores del día aún teñían el horizonte con luces encendidas, semejantes al ardor de un fuego poderoso: un fuego que no consume del todo, pero que hiere y atormenta. Y en tal luz, en tal hora, sólo el dolor reinaba entre los corazones de los dos desdichados; mas aun en medio de su aflicción no se abandonaban el uno al otro.
Kimiri combatía con toda la fuerza de su ser. Oreyet, apartándose, velaba por Kamir, cuya vida pendía de un hilo. Si Kimiri caía, estaba resuelto a huir con ella, aunque fuese sólo con la sombra de su aliento. Con su propia sangre trataba de despertar a la joven, mas en vano: le habían arrancado todo poder, dejándola inerme frente a la oscuridad que se había sembrado en su espíritu.
—Resiste, mi señor —susurraba Oreyet con voz quebrada.
Mas el Espíritu, oscuro como abismo sin fondo, se apartaba cuanto podía de Kimiri, errando por el aire en busca de nuevas almas a devorar. Conocía bien que el guerrero le era superior.
—¡No huirás tan fácilmente! —clamó Kimiri, y en ese instante desplegó llamas rojas, que sólo él podía gobernar, levantando con ellas muros ardientes y encadenando al espectro en su prisión.
—Aquí termina tu reinado. Devuélveme el poder que usurpaste a mi hermana.
De su pecho brotó entonces una cuerda oscura como la noche, y con ella aferró al Espíritu por la garganta, arrancándole la magia azul que había arrebatado a Kamir. Sin demora, Kimiri saltó hacia donde yacía la doncella y posó aquella luz en su corazón. Oreyet, mudo de asombro, contemplaba la escena.
—Si fueras el mismo de antaño, te habrías quedado con ese poder, ¿verdad? —murmuró Oreyet.
—Tal vez —respondió Kimiri con firmeza—. Pero ella me ha cambiado. Sólo anhelo su perdón.
Y entonces Kamir abrió los ojos al fin, con un débil aliento que sonaba como risa.
—¡Alabados sean los cielos! —exclamó Oreyet, ofreciéndole su sangre para que bebiera, y con ella untando sus heridas.
Kamir, aunque temblorosa y temerosa, soportaba el ardor de aquel remedio.
—No temas, Kamir —le dijo Kimiri, posando suavemente su mano en su hombro—. Yo me ocuparé de todo.
—¿Y cómo lo harás? —preguntó ella, aún quebrantada.
—Todavía conservo esto —replicó él, mostrando la otra mitad del Sellador—. Con él encerraré al Espíritu, y cuando lo haga, también el portador deba morir.
Kamir, cubierta de barro y sangre, sonrió con amarga ternura. Kimiri le devolvió el gesto, conociendo el destino que le aguardaba.
—Gracias —fue lo último que dijo antes de volver al combate.
El Espíritu, debilitado y desnudo de fuerzas, trataba de engañar con humo y espejismos. Pero Kimiri, hallando la oportunidad, se adelantó como un relámpago y le hundió la otra mitad del Sellador. Y cuando ambas partes se unieron, de las sombras surgió Reur, como despertando de un sueño antiguo.
—Kimiri, hijo mío —pronunció con falsedad—. Lo has logrado. Ahora gobernaremos juntos, tú y yo, como padre e hijo.
En su diestra blandía una daga para robarle el poder.
—¡No, Reur! —respondió Kimiri—. Tú deseabas gobernar, y yo jamás te lo permitiré. Lucharé por lo que amo.
Y con esas palabras finales, alzó el Sellador y lo clavó en la tierra, sellando al Espíritu y a Reur en lo profundo, donde las sombras pertenecen.
Entonces, ante aquel acto supremo, Kamir y Oreyet se miraron. Y en sus corazones no sólo había lágrimas, sino también esperanza: esperanza de un futuro incierto, mas prometedor, donde la paz pudiera, al fin, reposar.