Dream of gods

PRÓLOGO

Todo estaba en calma. Sirius se encontraba sobre la cubierta del castillo de proa del barco que surcaba los cielos. Estaba afilando su enorme espadón, pues eso le relajaba. Lo tenía tan pulido y bien cuidado que podía ver su reflejo en la hoja. Le devolvía la mirada un joven de veinte años, marcada musculatura, casi dos metros de alto, y el pelo corto de color azabache. Debido a la altura en que se encontraban, el viento le agitaba furiosamente el cabello. Estaba sentado junto al el mascarón de proa, recordando lo que había perdido. Compañeros que habían caído, como Tuco o Trackter. La chica a la que había tenido que abandonar en mitad de una carnicería para salvar a los demás y seguir adelante. Y hacía meses que no veía a otros de sus compañeros: Malaquías, Yosuke y Fay. Ni siquiera sabía si estaban vivos o muertos.

De repente sintió una presencia detrás de él, y se giró. Una drow cruzaba el castillo de proa en su dirección. Su aspecto físico estaba lleno de contrastes. Por un lado, su pelo era largo y rubio, con un brillo ligeramente rojizo a la luz del sol en su ocaso. Su tez era oscura, pero no del mismo modo que en los hombres, sino más bien grisácea, tirando a morado. Era el tono de piel propio de su raza. Y en medio de su cara, destacaban unos ojos carmesíes, del mismo color que la sangre. Cubría casi toda su piel y su figura con vendajes, lo que le daba una apariencia misteriosa. Sirius había aprendido hace mucho que no los llevaba por alguna herida, sino para proteger su piel e intentar esconder su ascendencia drow. No todo el mundo se tomaba la molestia de conocerla antes de juzgarla y condenarla, ya que suponían que se dejaría llevar por sus más bajos instintos, como era por desgracia tan común entre su gente, los elfos oscuros. Pero ella era diferente. Era extrovertida, muy animada y dinámica, y quizá un poco alocada. Y tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Salvo cuando la enfurecían. Si alguien despertaba su ira, Momo se convertía en un enemigo feroz. Buena guerrera y poderosa hechicera, pocos vivían para contarlo.

Mientras Momo se acercaba, Sirius observó que los gnomos, que llevaban a cabo todos los quehaceres del barco, encontraban razones para estar ocupados lejos de ellos. Sin duda, los hombrecillos tenían un don para saber cuándo alguien no quería ser molestado.

– Sirius, ya es tarde, deberías entrar. –Su tono de voz era suave y maternal siempre que le hablaba–. La cena estará lista dentro de poco.

– Momo, sabes de sobra que los espacios cerrados me agobian. –Normalmente solía seguirle el juego de madre-hijo que tenían entre ellos, pues así lo sentía, pero se acercaba la luna llena y empezaba a estar irritable–. Además, hace un tiempo demasiado bueno como para no querer estar al aire libre

– Dorian se molestará si mañana vuelves a estar cansado por venir aquí y pasar toda la noche despierto. Venga, haz caso a tu madre y vuelve a...

– ¡Pero tú no eres mi madre! –le interrumpió.

En la cara de Momo se vio reflejada la tristeza de aquellas palabras tan duras, sobre todo porque eran ciertas. De cierta manera, al menos. Enseguida, Sirius se arrepintió de haberlas dicho. Pero el fuego que corría por sus venas, que crecía hora a hora, le impulsaba a accesos de ira como ese. Y en los últimos tiempos, cualquier muestra de autocontrol le costaba un esfuerzo inmenso.

– Lo siento, no quería decir eso –se disculpó Sirius–. Es que..., la luna me está afectando. Tienes razón, debería ir entrando.

Sirius pasó junto a Momo, le tocó cariñosamente el hombro a modo de disculpa, y se fue en dirección al combés, la cubierta principal desde la que podía acceder al interior. Allí vio a Dorian, que escuchaba cómo Dunedai y Leras entrenaban. Dorian era un hombre de mediana estatura. Su descuidada barba de varios días no lograba ocultar las cada vez más abundantes arrugas que le empezaban a poblar la cara, al igual que las ojeras no hacían más que destacar los lechosos ojos que ya no veían nada más que oscuridad. Pero curiosamente, lo más característico de ese hombre era su sombrero de media ala, desgastado por todo lo que había vivido, casi tanto como su dueño.

Sonrió con tristeza al ver cómo Dorian volvía hacia sus dos compañeras un oído en vez de sus antaño hermosos ojos marrones. Dorian había sido el líder del grupo hasta hacía apenas unos meses, cuando sacrificó el don de la vista para salvar la vida de los que ahora estaban sobre la cubierta del barco. Y a pesar de que ya no ostentaba el liderazgo, su palabra tenía muchísimo peso en las decisiones de todos. Pero para él, era mucho más. Era su padre, aunque no lo hubiera engendrado. Era un amigo. Lo era todo.

Sintió que Momo posaba una mano sobre su hombro. Sabía que ella era la que más sufría con la reciente discapacidad de veterano aventurero, quizá más que el propi Dorian, pues el amor que les unía era intenso. Sirius colocó con suavidad su mano sobre la de la drow.

Al escuchar una serie de sonidos de metal contra metal, se volvió hacia las dos combatientes. Dunedai era una elfa ligeramente diferente a como él estaba acostumbrado a verlas. Su cabello bermejo y su piel de un tono ligeramente azulado no eran habituales en los elfos. Pero su figura delgada, su natural agilidad, las orejas puntiagudas y sus ojos almendrados ponían de manifiesto cuáles eran sus raíces. Pero había cambiado. Ella también había dado mucho por él y sus compañeros. Había sacrificado lo más valioso para ella, su vínculo con la naturaleza. “Lo cierto es que casi todos aquí hemos sacrificado mucho”. La antaño dulce y risueña doncella elfa se había convertido en un espectro de lo que era antes. Y a pesar de que cada día parecía luchar para encontrar un motivo para continuar viviendo, hacía lo que podía para seguir siendo útil. En este caso, entrenarse en el manejo de las armas. Aún tenía mucho que aprender ahora que debía valerse únicamente de medios mundanos, pero se esforzaba.



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En el texto hay: drama, aventura, magia

Editado: 17.05.2019

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