Martín tenía siete años…
y ya había visto más despedidas que cumpleaños.
Nadie lo sabía con exactitud, pero en el pueblo decían que su madre murió con los ojos abiertos y su padre con las manos llenas de tierra. Que lo dejaron solo, sin herencia ni amparo, como un bulto flotando en el río del abandono.
Pero él seguía ahí.
Vivo.
Con la frente sucia, los pies raspados y una mirada que dolía de tan despierta.
No era un niño cualquiera.
Era de esos que uno ve y no olvida.
Porque tenía el corazón lleno de cicatrices, pero sonreía con los dientes completos.
Porque, a pesar de todo…, todavía creía en la gente.
Vivía con doña Ana, una mujer curtida por la vida y por los rezos, que lo cuidaba con una mezcla de ternura y mal genio. Dormían en una casita con techo de zinc, dos cuartos pequeños y un perro viejo que ladraba más al viento que a los ladrones. No sobraba nada. Pero tampoco faltaba lo esencial: sopa caliente, jabón de ceniza y una voz que le dijera “mijo” por las mañanas.
Martín barría la entrada cuando lo sintió.
Ese aire raro.
Pesado.
Como si la montaña estuviera aguantando la respiración.
El palo de la escoba le tembló entre las manos.
Los pájaros se callaron por un momento.
Las gallinas se habían escondido.
Y los perros vecinos y el de casa…
en un silencio total.
Fue entonces que miró al cielo.
No era azul.
No era gris.
Era el color de las malas noticias.
El pueblo parecía un dibujo deslavado.
Las casas, dormidas.
Las ventanas, cerradas.
Y la calle…
vacía, como si alguien hubiese pasado recogiendo el alma de todos.
Martín tragó saliva, respiró hondo.
Sintió que algo lo miraba desde lo alto de la montaña.
No era un hombre.
No era un animal.
Era un miedo con nombre… pero que nadie se atrevía a pronunciar.
Cerró los ojos unos segundos.
Llevó la mano al brazo derecho.
Allí estaba.
Su manilla de nylon, trenzada por su padre antes de morir.
Y en el centro, esa piedra amarilla y brillante que parecía un sol callado.
La apretó fuerte como lo hacía siempre en sus angustias.
Como si le pidiera permiso al destino.
—Gracias, papá —susurró.
Y justo ahí, desde dentro de la casa, se escuchó la voz de doña Ana, rajada y urgente:
—¡Martín!
¡Entre ya, mijo!
¡No me gusta este silencio!
Él no se movió enseguida.
Se quedó mirando el filo de la montaña.
Algo venía bajando.
Y aunque aún no se veía, ya podía olerse, podía sentirse en la piel.
La guerra no siempre llega con disparos.
A veces primero camina en puntas de pie…
y se disfraza de brisa. Una brisa cálida por encima pero llena de veneno en cada gota.
Martín apretó el palo de la escoba.
Dio un paso hacia atrás.
Y supo que algo estaba a punto de cambiar.
Que su niñez, su vida tranquila… ya no iban a durar mucho.
Y que el mundo, tal como lo conocía…
estaba a punto de empezar a doler en su alma mas que nunca.