Martín dormía en la casa de doña Ana, una señora que, con el corazón más grande que su cuerpo, le había ofrecido un rincón donde pasar unas noches. No quería verlo durmiendo por ahí en la calle, a merced del frío o de cualquier peligro.
A las tres de la mañana, una explosión retumbó tan fuerte que lo levantó de la cama como un resorte. El corazón se le trepó a la garganta. Corrió por el pasillo buscando a la señora, pero se frenó en seco al verla asomada por la ventana, husmeando lo que pasaba afuera.
—¿Señora Ana? ¿Qué pasa? —preguntó con la voz temblorosa.
—¡Calla, Martín! Esto está muy feo. Agáchese, venga pa' acá, escóndase detrás de mí —le dijo sin quitar la vista de la calle.
Vivían en un pueblo golpeado por la guerra. Las guerrillas y los militares se enfrentaban casi a diario. Explosiones, balaceras, vidrios rotos, gritos, sangre. Era tan común que, para Ana, a sus setenta años, ya era parte del paisaje.
Una mujer fuerte, un roble en medio del caos. Había perdido a casi toda su familia, pero seguía ahí. Sola, sí, pero con más coraje que muchos. Dedicaba sus últimos años a ayudar a quien pudiera, y Martín era uno de esos ángeles que la vida le había puesto en el camino.
Los disparos no paraban. Treinta minutos de infierno. Gritos a la distancia, un estruendo tras otro, como si el cielo se partiera en mil pedazos. Martín, hecho un ovillo, se pegó a las piernas de Ana con tanta fuerza que parecía una garrapata. No decía mucho, solo susurraba oraciones entre dientes, pidiéndole a Dios que esa noche la guerra no tocara su puerta.
El miedo lo hacía temblar. Doña Ana podía sentirle los latidos del pecho, rápidos, desesperados. Se agachó y lo abrazó con fuerza, con esa ternura que solo una mujer que ha perdido tanto puede dar.
Martín no entendía bien lo que pasaba. Solo sabía que allá afuera la gente moría, que el cielo se iluminaba con fuego y que la maldad tenía rostro, aunque él aún no lo conociera del todo.
Un rato después, se escuchó la sirena de una ambulancia, y luego el motor pasó rápido frente a la casa. Y de pronto, el silencio. Ni balas ni bombas. Solo llanto a lo lejos, voces desesperadas, el eco del dolor traspasando las paredes. Nadie se atrevía a salir. No se sabía si todo había terminado o si apenas comenzaba.
Ana pasó su mano por la cabeza del niño y le habló con voz suave:
—Ya pasó, mi amor… vuelva a la cama. Trate de soñar algo bonito.
—Tengo miedo —dijo Martín—. No sé si pueda dormir. Ya casi amanece… solo quiero un abrazo de papá y mamá…
La voz se le quebró. Las lágrimas le bajaban por las mejillas sin permiso. Ana lo abrazó muy fuerte para tranquilizarlo un poco. Pero por dentro estaba rota. Esas palabras le partieron el alma. Pensaba en lo injusta que había sido la vida con ese niño. También ella lloraba, en silencio, fundida con él en ese abrazo que parecía no querer soltarse nunca.
Martín apenas tenía siete años. Estaba delgado, frágil. Ana pudo cargarlo sin esfuerzo. Lo llevó hasta la cama, lo cobijó con ternura y se quedó mirándolo un momento. Cuando cruzó la puerta para salir, se detuvo, cerró despacio y suspiró:
—Mi pobre niño…
Ya la madrugada se iba. Ana, con el corazón apretado y la cabeza a punto de estallar, caminó hacia su cuarto. Creía que lo peor ya había pasado.
Lo que no sabía… era que lo peor apenas venía.