Duele Crecer

Capítulo 3 “La bici, la mochila y el sueño”

—¡Martín, Martiiiiín! —gritaba doña Ana desde la cocina—. ¡Se te enfría el desayuno, mijo, muévase que se hace tarde!
—¡Ya va, doña Ana! ¡Deme un minutito, por favor! —respondió el niño, mientras jugaba con el agua y el jabón en la ducha. bailaba y cantaba alguna canción que le había enseñado su madre en algún lugar.
A Martín le encantaba bañarse jugando y moviendo el bote. Era su momento de diversión, su pequeño lujo diario. Y claro, un grito desde la cocina no bastaba para sacarlo de ahí.
—¡Martín, por Dios! —volvió a llamarlo, esta vez más fuerte, ya sin tanta paciencia.
Ella sabía que don Olimpo, el dueño del granero, no era precisamente el hombre más amable del pueblo. Gruñón, impaciente, medio cascarrabias… y podía armar un escándalo si el niño llegaba tarde.
—¡Ya voy, ya voy! —dijo Martín, saliendo de prisa del baño mientras se vestía al paso.
Se puso su camiseta tipo polo, que alguna vez fue blanca, pero ya tenía el color de las batallas diarias. Era una de las tres que llevaba siempre en su mochila viajera. La acompañaba con un jeans mocho azul y unas botas negras gastadas, con las puntas rotas al punto de que ya tenían "ventilación natural". Pero él, con su humildad a cuestas, caminaba feliz por donde iba como si llevara el mejor traje del mundo. Claro, se lo había cosido su mamita tiempo atrás y para él no existía uno mejor.
—Doña Ana, ya llegué. Perdón por hacerla esperar. Él Con esa sonrisa tierna que siempre lo caracterizaba.
—Siéntese, carajo, que se le enfría el desayuno —dijo con una sonrisa mientras señalaba la mesa.
—¿No se va a sentar conmigo?
—Claro que sí, hijo. Ya me sirvo y me siento —le respondió, mientras llenaba su plato.
Al rato, ya frente a frente, lo miró con ternura.
—¿Pudiste descansar algo después de lo que pasó anoche?
—Sí, señora —respondió Martín—. Hasta soñé con mi mami… soñé que estaba con ella. Era un lugar inmenso, lleno de árboles y sábanas blancas colgadas, como cuando usted cuelga la ropa en el patio… pero allá todo era bonito. De entre las sábanas salió ella, con un vestido blanco que alumbraba todo el lugar, me abrazó fuerte… y me decía al oído: “Mi pequeñito, nunca te dejaré, siempre te tendre en mis brazos. Te cuidaré, como desde que supe que estabas dentro de mí”.
A Martín se le quebró la voz. Una lágrima rodó por su mejilla mientras trataba de terminar la historia.
Doña Ana lo miraba en silencio, con el corazón hecho trizas. Quiso decirle algo, pero no le salieron palabras. Solo alcanzó a susurrar:
—Termine de comer, mi niño…
Martín se levantó rápido, empacó en su mochila una coquita con comida que Ana le preparaba con cariño, un tarro de agua de panela y un dulce para la tarde.
—Doña Ana, nos vemos más tarde.
—Claro que sí, mi amor. ¡Mucho cuidado al cruzar la calle!
Le dio un fuerte abrazo, lo besó en la mejilla y lo acompañó hasta la puerta.
—¡Mi bicicleta! ¡Casi la olvido!
—Ya te la traigo, mijo.
Doña Ana fue al patio y volvió con la bicicleta que Martín había dejado el día anterior después de jugar largo rato.
—Aquí está, jovencito. Maneje con cuidado. Yo sé que usted es un experto, pero igual… ojo con el peligro de la calle.
Martín montaba siempre por la acera. Era pequeño, pero muy vivo. Sabía que si se salía mucho, un carro, una moto o una bestia podían embestirlo de frente. Su papá le había enseñado eso dos años atrás, cuando aún estaba vivo y le dedicaba una hora cada tarde para enseñarle a montar su bici.
Tenía que recorrer tres cuadras y media hasta el granero de don Olimpo, en el centro del pueblo. A medida que avanzaba, empezó a notar los hoyos en las paredes de las casas. Impactos de ojivas, pedazos de muro caídos… Las secuelas del tiroteo de la madrugada.
La guerra había golpeado de nuevo, y al parecer, esta vez había sido justo en el corazón del pueblo.




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