—¡Buenos días, don Olimpo! —dijo Martín, mientras entraba al granero.
El viejo estaba agachado recogiendo vidrios rotos de una vitrina. Había encontrado el desastre al abrir el local esa mañana.
—¿Por qué se queda ahí parado, mijo? Ayúdeme, que esto está vuelto mierda. Tráigame el recogedor y una bolsa, a ver si limpiamos esta vaina.
Martín saltó de la bicicleta y la dejó en la entrada. Salió corriendo a buscar lo que el hombre le pidió. Sabía que en ese lugar no se hablaba mucho, no se discutía, solo se obedecía.
—Aquí está, señor. ¿Qué fue lo que pasó?
—No preguntés tanto, abra esa bolsa... Mire este desastre.
Mientras recogía los vidrios, don Olimpo murmuraba cosas entre dientes que Martín no alcanzaba a entender.
—Algún día me largo de este maldito pueblo...
El niño escuchaba, pero no decía nada. Sabía que el viejo siempre se estaba quejando por todo, y que lo mejor era no darle cuerda.
—Martín, apenas termine con esos vidrios, vaya a la parte de atrás. Le dejé tres bultos de papa. Usted ya sabe cómo me gusta: nada de papa dañada. Sepáreme lo bueno en costales, gruesa por un lado, delgada por otro.
—Sí, señor.
Don Olimpo era duro. Gruñón, seco, con mal genio para regalar. No le gustaba que el niño se tomara ni un segundo para descansar. Si lo veía con la mirada perdida, ya le estaba encima: que se apurara, que no se hiciera el bobo, que aquí nadie vino a rascarse las güevas. Así viera al muchacho empapado en sudor, no le importaba.
Para Martín, todo eso era parte del precio. Sabía por qué estaba allí. El poco dinero que le pagaban lo ahorraba con cuidado. Tenía una misión: encontrar a su hermano mayor.
Aquel hermano que un día salió para el colegio y nunca regresó.
Desde entonces, la familia se había deshecho buscando respuestas. Su papá y su mamá lo buscaron sin descanso, hasta enfermarse. Martín apenas tenía cuatro años cuando pasó todo. No entendía mucho en ese entonces, pero ahora, con siete, ya había visto lo suficiente como para armar el rompecabezas y seguir en búsqueda de su propósito.
Estaba seguro de que su hermano estaba vivo, en alguna parte del mundo.
Y por eso aguantaba.
Por eso se tragaba los regaños, los abusos, el cansancio.
Tenía un norte.
Y nada ni nadie se lo iba a quitar.