Siendo las diez y media de la mañana, se escuchó una Toyota Land Cruiser modelo viejo con todos sus vidrios polarizados estacionarse frente al granero. Apenas el señor Olimpo la vio, corrió a bajar la persiana del granero, asustado, pálido, demasiado preocupado.
En su intento por cerrar la persiana, una bota pantanera le trabó el pie debajo. Don Olimpo hacía fuerza para cerrarla, pero vio cómo cuatro manos, además de la bota, levantaban la persiana a la brava. Olimpo sabía quién había llegado.
—¡Olimpo, hijueputa! —le gritó el tipo que puso la bota—. ¿Me va a cerrar la puerta en la jeta?
Este hombre tenía la cara de matón, igual que sus compinches. De mala apariencia, con botas de caucho, jeans azules desteñidos, camisa de botones amarillenta, sombrero, poncho y un machete en la cintura. Llevaba un revólver empotrado en su cintura. Su barba era espesa, su nariz grande y sus ojos endiablados. Además, en sus manos sostenía una navaja que pasaba suavemente por el cuello de Olimpo mientras caminaba lentamente alrededor de él. Al frente, uno de sus secuaces, y el otro afuera, vigilando que nadie se acercara.
—Entonces ¿qué, malparido? —escupió el matón—. ¿No me va a pagar o qué?
—¡Calma, señor! —balbuceó Olimpo, nervioso—. Yo… yo… sí le voy a pagar, no cometa una barbarie, por favor… tengo familia.
El hombre pasó detrás de Olimpo y con la cacha de la navaja le dio un golpe tan fuerte en la cabeza que lo dejó arrodillado. Olimpo ahora se veía con las manos arriba, intentando protegerse de otro golpe y rogando por su vida.
—Ya estuvo hijueputa —dijo el matón con una carcajada profunda, mirando a sus camaradas—. Oigan a este güevón, disque rogándome como si yo le debiera algo.
Soltó otra carcajada y, al voltear, lo golpeó nuevamente con un puñetazo certero en la cara, dejándolo en el suelo, casi llorando de dolor.
Martín, envuelto en sus pensamientos, ni siquiera se había percatado de lo que ocurría afuera. Estaba tan enfocado en terminar los tres costales de papa que tenía como tarea, que ignoraba todo lo que sucedía. Estaba completamente desconectado del sufrimiento de Olimpo.
De repente, Martín mete la última papa del primer bulto y, con una sonrisa de satisfacción, sale corriendo para avisarle al señor que ya había terminado.
—¡Señor Olimpo! —gritó con entusiasmo.
Pero se detuvo en seco cuando vio al hombre tendido en el piso, con los ojos abiertos y el rostro marcado por el sufrimiento. Olimpo levantó la vista hacia él, pero solo pudo ver cómo el matón se acercaba rápidamente hacia Martín. Lo agarró del cuello y lo arrastró hacia donde estaba Olimpo.
—¿Así que tiene un hijo, o qué? —dijo el matón con una sonrisa burlona—. Qué coincidencia. Usted, tan viejo y acabado, y este niño de cara bonita al lado suyo.
—¿Ese es su futuro? —continuó, mirando a Martín con desprecio—. Porque el presente suyo es una mierda. Ni pa’ pagarme tenés.
Sin más, el matón empujó a Martín al suelo junto a Olimpo, con tal brusquedad que el niño cayó de lado, lastimándose el hombro. Enseguida, las lágrimas comenzaron a brotarle. La violencia no solo le había arrancado la paz, sino también la esperanza de que algún día todo esto terminara.
—¿No me va a pagar, hijueputa? —gritó el matón, mientras lo tomaba de una oreja, levantándolo y presionando su cabeza contra el mostrador con el revólver en la sien.
—¿Entonces qué? ¿Lo arreglamos a plomo o qué? —dijo, su voz llena de ira y burla—. Hable, o le meto un pepazo malparido.
Luego, el matón miró a Martín, que lloraba con desesperación. Apuntó hacia él con el revólver y dijo:
—Mírelo, ahí, llorando como niña. ¿Quiere que lo quiebre también o qué?
—¡Con el niño no! —rogó Olimpo, con voz temblorosa, desesperado—. No te metas con él, te lo ruego.
El matón, sin inmutarse, mantenía su actitud despiadada. Con el revólver en una mano y la navaja en la otra, se preparaba para tomar una decisión irreversible.
—Este tipo ya no tiene nada que darme —dijo en tono frío, mientras las palabras llenaban el granero de tensión y miedo—. ¿Qué me va a ofrecer, un abrazo?
—¡Yo le pagaré, de verdad! —suplicó Olimpo—. ¡Deme una semana, solo una semana! No hay ventas con la violencia que hay en este maldito pueblo, por favor.
—¿Cree que yo vine aquí a perder el tiempo, malparido? —dijo el matón, con una risa burlona que retumbaba en la habitación.
Luego, con un gesto de desprecio, el matón se dirigió a Martín.
—El culicagado se va conmigo. Puede que se lo regrese vivo en una semana… o tal vez en un costal.
—¡No! —gritó Martín entre sollozos—. ¡No, no, por favor, no me haga daño!
Pero el matón no tenía piedad. Con una fuerza brutal, lo levantó de un tirón y lo arrastró hacia la puerta. Martín intentó aferrarse al marco de la persiana con todas sus fuerzas, gritaba desesperado pero era inútil. Lo empujaron fuera, y el niño fue lanzado al asiento trasero de la camioneta, lo amordazaron para evitar que su lamento se escuchara más en la calle.
Y desde la vitrina, Olimpo pudo ver la escena, impotente, mientras su corazón se rompía en mil pedazos al ver cómo el niño, con ojos llenos de desesperanza y por culpa de él, lo miró por última vez con sus ojitos encharcados, tristes y un gesto de desilusión abismal . En ese momento, Olimpo comprendió que ya no podía hacer nada.
—Una semana, Olimpo. Ni un día más —dijo el matón, antes de dar la orden de arrancar.
La camioneta se alejó, llevándose a Martín, y Olimpo, destrozado, se desplomó en el suelo, abrazándose la cabeza entre las manos, llorando como un niño. Y lo último que hizo fue pararse y desde la persiana, observar cómo el vehículo se desvanecía en la distancia, sabiendo que no podía cambiar el destino de Martín jamás.