Eran las cinco y media de la tarde. Doña Ana ya comenzaba a preocuparse. Martín no había llegado como de costumbre. A veces se demoraba unos minutos después de las cinco, eso sí, por quedarse charlando con algún vecinito antes de tocar la puerta de su casa.
El señor Olimpo, por su parte, no había dicho nada. Con el susto tan verraco que se llevó ese día, desde que la camioneta se fue, decidió cerrar el granero y marcharse pa' su casa, sin pasar siquiera por el billar, como era costumbre.
Cinco y cuarenta. La señora Ana no aguantó más. Agarró sus llaves y salió de la casa casi corriendo. Tenía la esperanza de que el niño simplemente se hubiera quedado ocupado con alguna tarea más larga de lo habitual.
No era que doña Ana pudiera correr demasiado a su edad, pero caminaba a paso firme, con el corazón acelerado, como si eso pudiera ganarle a la angustia.
En el camino pasó por las casas donde vivían los amiguitos de Martín, preguntando por él. Nadie sabía nada. Solo le decían que lo habían visto en la mañana, montado en su bicicleta, rumbo al granero.
—¡Don Olimpo! ¡Don Olimpo! —gritó golpeando con fuerza la persiana del local.
Silencio.
Se asomó por la ventana que daba al cuarto donde Martín solía escoger la papa. Nada. Golpeó el vidrio, llamando otra vez. Nadie. Ni una sombra. Solo la angustia comenzaba a hacer nido en su pecho.
—Dios mío... ¿Dónde estarán? —susurró, mirando a su alrededor.
El pueblo estaba desierto, como si se hubiera tragado a todos. Las calles vacías, el aire quieto, como si nadie se atreviera a salir tras lo ocurrido en la mañana. Todos encerrados, temiendo que otro estallido de violencia los alcanzara.
Doña Ana sabía que Olimpo no vivía cerca. Solo un hermano suyo, Juan, tenía la dirección de su casa. Sin perder tiempo, se dirigió a buscarlo.
Justo cuando llegó, don Juan estaba saliendo por la puerta.
—¡Don Juan! ¿Cómo está? ¿Sabes algo de Olimpo? El granero está cerrado...
—Doña Ana, no sé nada. Hace días quería hablar con él, pero no hemos coincidido. ¿Qué pasó?
—El niño que tengo en casa, Martín… Está trabajando con él, y no ha regresado. Fui al granero y está todo cerrado. Nadie sabe nada.
—¿El chiquito? No, no lo he visto. Y Olimpo... ¿No estará en el billar?
—Pasé por allá. También está cerrado.
—Debe haber ido directo a casa. ¿Sabe cómo llegar?
—No, por eso vine a buscarlo. Por favor, regáleme la dirección. No quiero que me coja la noche.
—Mira, cógete un chivero con destino a la vereda El Pantano. Pides que te bajen en la escuelita vieja. Justo allí hay una “Y” en el camino. Te metés por la derecha, y es la quinta casa. Tiene una reja negra en la entrada.
—Gracias, señor Juan. Chao.
—Dios la acompañe, doña Ana.
Eran casi las seis de la tarde. Doña Ana apuraba el paso rumbo a la parada. Con el corazón palpitando a toda fuerza, alcanzó a ver el último chivero saliendo. Iba casi vacío.
Desde la distancia gritó:
—¡Señor! ¡Señor, pare, por favor!
El conductor no la oyó, pero el único pasajero le avisó que alguien venía corriendo. Frenó justo a tiempo.
—¡Pepe! Qué sorpresa... Pensé que aún trabajaba en el mercado. ¿Va para El Pantano?
—Sí, señora. Pero la cosa está caliente. Cualquiera de esos manes armados puede salir en el camino. No es fácil.
—No me importa, Pepe. Necesito ver a Olimpo con urgencia. Lléveme, por favor.
—Súbase pronto, doña Ana. Que la noche ya nos está respirando en la nuca…