¿Quién iba a pensar que el niño no la estaba pasando nada bien donde estaba? Doña Ana no tenía ni idea. Aquellos hombres que se lo habían llevado no eran personas, eran bestias. Monstruos sin alma, animales salvajes que no median sus actos ni sabían lo que era la compasión.
Martín estaba encerrado en una habitación fría y oscura. Sentado con sus bracitos en las rodillas, tenía la mirada perdida y seca de lágrimas. Ya había llorado tanto que no le quedaba ni una sola gota en los ojos. El piso era rústico, helado, húmedo. A su lado había una cama tubular vieja, desgastada, con un colchón de rayas manchado, sucio, sin sábanas. Las únicas compañías que tenía eran las ratas, que pasaban relajadas y roían las esquinas del colchón con hambre.
Era un cuarto sin ventanas, sin una rendija de luz. Solo una puerta de madera, cerrada con una gran cadena oxidada y un candado, aseguraba que nadie entrara… y, sobre todo, que él no saliera.
Desde afuera se escuchaban carcajadas. Olía a cigarrillo, orines viejos y guarapo fermentado. Los hombres reían, hacían apuestas, hablaban de lo poco que faltaba para el plazo que le habían dado a Olimpo. Estaban en una casa abandonada, metida en el corazón de la selva. Una selva que Martín jamás había visto en su vida. Habían llegado por un camino destapado, largo, lleno de barro y piedras. Un camino que no cruzaba nadie a pie, solo bestias o camionetas doble tracción como esa donde lo habían subido a la fuerza.
De repente, el sonido del candado al abrirse le heló el cuerpo. Luego, la cadena. El rechinar de la puerta.
—Mire, pelao, ahí tiene. ¡Trague! —le dijo uno de los hombres con voz ronca, dejándole en el suelo un plato de acero pelado por el óxido y el tiempo. Tenía un solo pan. Al lado, un vaso plástico con menos de la mitad de agua.
Martín no dijo nada. Solo lo miró con ojos tristes, llenos de rabia. El hombre salió sin más, volvió a poner la cadena y cerró con el candado.
Con ansiedad, casi desesperado, el niño tomó el pan en sus manitas y empezó a comer. Parecía un pajarito herido, perdido. No había almorzado. Su coquita, la que le había empacado doña Ana, se había quedado en la mochila, en el granero, olvidada en medio del caos. Ahora tenía el estómago rugiendo, vacío y el corazón roto.
Mordía lento, como si cada pedazo doliera. No sabía cuántas horas llevaba allí, pero sentía que era una eternidad.
El silencio era espeso. Solo el crujir del pan en su boca, el ruido lejano de los grillos, el chillido de las ratas y el miedo, ese que no se escuchaba pero se sentía.
Entonces, bajó la mirada y pensó, mientras se abrazaba a sí mismo en el rincón más oscuro del cuarto:
"No entiendo por qué vivo todo esto... Yo solo quería ayudar, trabajar y ahorrar para encontrar a mi hermanito. ¿Será que saldré vivo de aquí? Tengo miedo, pero no quiero que me vean así... Mi mamá decía que hasta en la oscuridad uno puede encontrar una lucecita. Tal vez yo soy esa luz. Tal vez, si pienso bien, si no me rindo... puedo salir de aquí. Y si salgo... nadie más me va a volver a encerrar."