Después de una hora y media de camino, zarandeada por los baches de la carretera, la señora Ana sintió cómo sus fuerzas se agotaban. Las lágrimas, que caían silenciosas sobre su rostro, ya no parecían tener fin. Sabía, muy en el fondo de su corazón, que algo no estaba bien. Era incomprensible que el pequeño que había estado bajo su cuidado durante esos días hubiera desaparecido sin dejar rastro. A medida que avanzaba, su mente se llenaba de pensamientos caóticos, impidiéndole encontrar claridad. La angustia se reflejaba en su rostro, una expresión de miedo que nunca había sido tan palpable en su vida.
—Ay, mi niño... ¿dónde carajos estás? —susurró, incapaz de contener la desesperación.
El chivero, el transporte que la llevaba, avanzaba lento, sin prisa, pero para ella el tiempo parecía estirarse hasta volverse interminable. Finalmente, llegó a la Y en el camino y, con una rapidez que delataba su ansiedad, le pidió al conductor que la dejara.
—Señora, la he visto tan preocupada… no se preocupe por el pasaje. —El hombre la miró con compasión, y ella, con un gesto agradecido, descendió del vehículo.
—Gracias, Pepe. Que Dios lo acompañe.
La señora Ana, ya sin fuerzas, comenzó a caminar por el sendero indicado. Repitió en su mente las palabras que Juan le había dicho: “Quinta casa, reja negra”, como un mantra, como si decirlas le diera fuerza. Sus pasos eran rápidos, pero su corazón latía tan fuerte que sentía que se le iba a salir del pecho.
Al llegar a la quinta casa, vio la reja negra, pero algo en ella la detuvo. Las puertas estaban cerradas, no había luces encendidas. Nadie parecía estar en casa, y un aire de vacío se cernía sobre el lugar.
Golpeó con fuerza. Llamó una y otra vez. Nada. El silencio era como una sentencia.
Entonces, desde la casa del frente, la voz de una vecina que la escuchó desde su cocina, le llegó como un eco lejano.
—¡Señora! ¡Señora, allí no hay nadie!
La señora Ana se giró y vio a la mujer, una conocida de Olimpo, que salía al patio con una bata encima.
—¿Qué pasa? ¿Ha visto un tal Olimpo por casualidad?
—Sí, señora. Lo vi. Llegó cerca del mediodía, luego salió con unas maletas y se fue con su mujer. Cogieron el primer chivero al pueblo. No dijo ni pío.
—¡Nooooooo! —La señora Ana gritó, su voz temblorosa de miedo y angustia. Se llevó las manos a la cabeza, como si pudiera controlar la tormenta de emociones que la arrastraba.
—¿Lo vio con un niño? —preguntó entre sollozos—. ¿Un niño de unos siete años, con pantalones cortos azules y una camiseta tipo polo?
—No, señora. Él venía solo. Pero se le notaba apurado, como si lo estuvieran persiguiendo, como si hubiera visto al mismo diablo.
—Gracias... —La señora Ana murmuró, casi sin aliento, y salió de allí, desorientada, perdida. No sabía qué hacer ni dónde ir.
Con el corazón en un puño, comenzó a caminar de regreso hacia el punto del transporte. Sin darse cuenta, el tiempo había volado, y cuando llegó, vio que el último chivero ya había partido. Se quedó allí, inmóvil, en el paradero mirando cómo se desvanecía su única esperanza de regresar al pueblo. Su cuerpo se desplomó en el banco, sin fuerzas, mientras las lágrimas caían sin cesar.
—Señor... por favor... ¿pa' dónde va? —preguntó, casi sin poder articular las palabras.
Un hombre montado en una mula, con otra a la cuerda, la miró y detuvo su paso. Era un campesino, de los pocos que quedaban en la zona.
—Voy pa'l rancho, señora. Vengo de la parcela. —respondió con una sonrisa amable que intentaba tranquilizarla.
—Por favor... —dijo Ana, tomándole el brazo, casi suplicándole—. Es de vida o muerte. Mi niño ha desaparecido y la única pista me trajo hasta aquí, pero no encontré nada. Ya no tengo transporte, y se está metiendo la noche. ¡Lléveme, por favor! Le pago cuando lleguemos al pueblo.
El hombre frunció el ceño, visiblemente preocupado por la situación. Miró el cielo. La noche se estaba tragando el camino.
—Señora, ya está muy tarde... Esto por acá no es seguro. Hay cosas feas por estos lados.
En ese instante, el peso de la angustia se hizo insoportable. La señora Ana cayó de rodillas, entre las piedras y el pantano del camino, incapaz de controlar el llanto.
—¡Nooooooo, mi niño! ¿Cómo te encuentro? —gritó, su voz quebrada por el dolor.
El hombre, al ver su desesperación, bajó de la mula con rapidez y la levantó del suelo. La abrazó con gentileza, intentando calmarla.
—Vamos, señora, no se quede aquí tirada. No se haga daño. Venga conmigo. En la casa hay fuego, hay aguapanelita. Allá hablamos con calma.
La señora Ana, agotada pero aún con una chispa de esperanza, se levantó con su ayuda.
—Gracias... Muchas gracias. —murmuró, con la voz temblorosa.
—Mucho gusto, me llamo Ovidio. —dijo él, extendiéndole la mano mientras la ayudaba a subir a la mula.
—Yo soy Ana. —respondió ella, aún sin poder controlar el llanto.
Juntos, emprendieron el camino de regreso. Un viaje que para Ana se sintió eterno. A pesar de la desesperación, sabía que no podía rendirse. No ahora.