Martín, temblando del frío, acurrucado en posición fetal, yacía en el piso rústico y húmedo de aquel cuarto oscuro. Se había quedado dormido, no por comodidad —que no la había—, sino por puro agotamiento. Como cualquier niño de su edad, el cuerpo se le apagó solo, como si necesitara un mínimo descanso para seguir resistiendo.
Pero no duró mucho.
Un estruendo de pasos lo despertó de golpe. Se oían botas pisando fuerte, varias, muchas. Voces roncas, insultos, órdenes cortadas, carcajadas… y un olor más fuerte aún a cigarrillo barato, sudor seco y aguardiente. Ya no eran solo los tres malos que lo habían traído. Parecía un frente entero.
Martín se incorporó como pudo, con los ojitos lagañosos aún, y fue a poner la oreja contra la puerta. A dos metros alcanzaba a oír cómo el hombre al que había escuchado antes —alias Machete— le daba cuentas a alguien más: un tal alias Mincho, que por el tono, parecía ser el jefe de todos.
El niño no entendía mucho de lo que hablaban. Mencionaban pagos, nombres de personas que no conocía, cosas que sonaban a amenazas. Pero algo sí reconoció, y fue suficiente para que el corazón se le pusiera como una mariposa atrapada en una jaula.
—Ahí está el pelado, en la habitación —dijo Machete—. Usted me dice, comandante, qué hacemos con él.
El niño retrocedió rápidamente. Se pegó a la pared de la esquina, acurrucado de nuevo, abrazando sus rodillas, con los dientes temblando. Lágrimas silenciosas le bajaban por las mejillas. No lloraba con escándalo… lloraba callado, con miedo de que al oírlo, le abrieran esa puerta.
Y entonces escuchó la voz de Mincho, más áspera que todas.
—Machete, ese tipo que no pagó ya debe estar volado. Si usted no le dio piso, mínimo se nos fue. ¡Aprenda, pues, güevón! A esa gente hay que darle de baja de una, arrasar con lo que tengan. Así es que se mantiene la línea. ¡No va a aprender nunca, hijueputa! Tráigase al niño.
Martín tragó seco.
—Nos sirve pa’ algo —continuó Mincho—. Allá en el campamento hay varios. Que barra, que limpie letrinas, o que cave huecos… aunque sea su propia tumba. ¡Y no quiero más misericordia suya, Machete! Porque al que lo quiebro es a usted. ¡Arranque pues güevón, tráigalo, que nos vamos ya!
—Como ordene, comandante.
—¡Escápula! ¡Aliste la gente, que salimos ya mismo!
El grito resonó en la casa. Alias Mincho tenía una voz de mando que buscaba imponerse sobre todos, como si necesitara que el mundo entero supiera que él era el que mandaba.
Si Machete y sus dos secuaces —Nene y Mohicano— ya eran el retrato del mal, Mincho era otra cosa. Una risa podrida, un ego como plaga, y una sangre fría que helaba el aire. Este era de lo peor.
Martín seguía allí, en la oscuridad, con la espalda contra la pared y el corazón latiéndole a mil. Quería gritar. Quería que lo escucharan y lo salvaran. Pero nadie vino. Entonces cerró los ojos, y en silencio, pensó algo que ni él mismo sabía que podía pensar:
—"Si nadie me cuida... entonces yo me voy a cuidar solito. No voy a dejar que me hagan daño. No voy a dejar que me pongan triste pa' siempre. Yo voy a salir de aquí... aunque sea solo con mis pensamientos, pero con mi corazón latiendo fuerte y vivo como nunca"
Y en medio del miedo, en medio de la oscuridad y del frío… esa idea se le quedó clavada como una semilla a punto de germinar.
Ya no era el mismo niño que había llorado por su coquita olvidada. Algo nuevo acababa de nacer en él que era más poderoso que el mismo ejército que estaba allí afuera..