Suenan las llaves por el pasillo. El eco metálico rebota en las paredes húmedas mientras los pasos firmes de Machete se acercan. Martín, encerrado aún, llora con una intensidad que desgarra. Aprieta la mandíbula como si pudiera romper sus propios dientes. El candado se abre, la cadena se desliza. La puerta cede con un chirrido.
—Niño, salga que nos vamos —gruñe Machete, sin una pizca de compasión.
—No… nooooo, no me quiero ir… —solloza Martín. Su voz, tan tierna y frágil, se rompe con cada palabra. Tiembla, deshecho en llanto.
—Es una orden, pelao. ¡Salga! ¿O lo saco a la fuerza?
Al ver que Martín no reacciona, Machete se acerca, lo toma con fuerza por la camiseta, justo por detrás del cuello, y lo arrastra hacia fuera sin mayor esfuerzo. Era solo un niño. No necesitaba hacer demasiado para moverlo.
Mira de lado a lado del pasillo buscando a alguien. Nené estaba cerca.
—Nené, hágase cargo de este pelao. Amárrelo bien, que no se nos vaya a soltar. Y con esa misma soga se lo entrega al comandante, ¿está claro?
—Sí, comandante.
—¡Mueva el culo, que la gente ya está lista pa’ salir!
Nené asiente y, sin perder tiempo, ata las manos del niño. La cuerda áspera le raspa la piel a Martín, pero él apenas parpadea. Ya no llora. Solo mira al suelo con los ojos enrojecidos. Luego, Nené camina con él hasta el final del corredor, donde lo espera el comandante.
—Comandante, aquí le tengo al pelao, como lo pidió.
—¿Quedó bien amarrado, Nené? No quiero maricadas.
—Sí, comandante, como usted ordenó.
—Llámese a Burbuja, que está afuera. Dígale que le tengo un encargo. ¡Rápido!
—Ya mismo.
Nené corre como un rayo. Al encontrar a Burbuja a pocos metros, se le detiene un momento la respiración. En el pasado, fueron compañeros de comisión. Su rostro era inconfundible: una cicatriz larga le cruzaba la mejilla izquierda. Un recuerdo de una pelea a punta de machete, dicen.
—¡Burbuja!
Burbuja se encuentra de espaldas, fumando. Al escuchar su nombre, voltea lentamente. La mirada turbia y fría, como si el tiempo le hubiera congelado el alma. El humo del cigarro se mezcla con la bruma del amanecer.
—Camarada, lo reconocí desde lejos…
Burbuja no responde. Solo lo observa e inhala profundamente.
—El comandante lo necesita, y ya. Usted sabe cómo se pone ese man si lo hacen esperar.
—Ale, responde seco, dejando caer el cigarro.
Sin perder más tiempo, Burbuja se dirige a la casa. Camina rápido. Sabía que Mincho no toleraba que nadie se le acercara echando humo. Era una regla estúpida, pero todos la cumplían.
—¿Qué ordena, comandante? —pregunta al llegar frente a Mincho.
Mincho lo observa con esa cara de desprecio que le era natural, como si el mundo entero le debiera obediencia.
—Uno más. Lo amarra con esa soga a su cintura y no se le despega, ¿me entendió? Usted sabe cómo es la vuelta con estos pelaos. Y si se pone jodido, me avisa... que yo me encargo de hacerlo entrar en razón. ¡Arranque güevón, que nos vamos!. Parecía su dicho preferido.
Burbuja asiente. No discute. Recibe la cuerda y se aproxima al niño.
Martín, con los ojos hinchados y el rostro sucio de tanto llorar, apenas reacciona. Ya no tenía fuerza para resistirse. Pero adentro, muy adentro, una llama se mantenía encendida. Tal vez era la fe, o ese recuerdo de doña Ana orando de rodillas por él casi todos los días.
Burbuja se agacha frente a él, dejando el fusil recostado de culata contra un estantillo del corredor.
—¿Cómo te llamas, niño? —pregunta mientras revisa el nudo.
Martín lo mira con desconfianza. Hasta ese momento, nadie le había preguntado su nombre. Había decidido no decirlo jamás. En su mente, creía que si algún día lograba escapar, no podían rastrearlo por eso.
—Me llamo… Dani —responde finalmente, en un murmullo casi inaudible.
—¿Qué dijo?
—Me llamo Dani.
—Bueno, Dani, te voy a amarrar esta soga a mi cintura. Vas pegado detrás de mí. No hablas, no lloras, no preguntas. Solo haces lo que yo diga, ¿me oíste?
—Sí —dice Martín, bajando la mirada, incómodo de ir amarrado como un animal.
Mientras ajusta la cuerda a su cintura, Burbuja nota que uno de los cordones está suelto. Se arrodilla de nuevo para amarrarlo y ve algo más: las botas del niño tienen un hueco grande en cada punta, tanto que dejan ver los dedos. Y una de las suelas casi suelta.
Burbuja lo mira, en silencio. Luego suelta una risa seca, la única en días.
—Bueno, Dani. Nos vamos. Es un buen tramo, pero sé que sos fuerte. Y esas botas... van a aguantar lo que puedan.
Martín no responde. Solo aprieta los labios.
—¿Tiene hambre?
—Sí… un poco.
Burbuja mete la mano en el bolsillo de su guerrera y saca un chocolate en empaque plástico. Estaba aplastado y medio derretido.
—Tome. Cómaselo antes que nos agarre la marcha.
Martín lo agarra con duda. Mira a Burbuja, luego al chocolate. El hambre ya podía más que la desconfianza. Empieza a comer mientras Burbuja tira de la cuerda.
Así llegaron al punto de encuentro, un cruce en la selva donde se reunía toda la columna. Era de noche. El aire era húmedo, denso. La selva se cerraba sobre ellos como un puño oscuro. Martín, con su camiseta polo manchada y los shorts que se había puesto en la mañana, tiritaba de frío, pero no decía nada.
Solo caminaba detrás de Burbuja, atado, con los pies heridos y los ojos en el suelo. Pero su mente... su mente ya no era la de un niño cualquiera. Ya estaba aprendiendo a sobrevivir más que todos ellos.