Duele Crecer

Capítulo 11 “Corazón en el baúl”

—Señora Ana, entre, bien pueda —dijo Blanca mientras abría la puerta—. Mija, buenas noches, llegué y traje compañía. La señora Ana vive en el pueblo y está por acá buscando a su hijo.
—Buenas noches, mijo. Pase, señora Ana, bienvenida. Tome asiento ahí en esas poltronas viejas, por favor.
—Muchas gracias —respondió doña Ana con una voz cansada, pero educada. Se notaba en su mirada el peso de la urgencia, pero se sentó y recorrió la casa con los ojos. Era humilde, sencilla, parecida a la suya.
—Tome, señora Ana, esta aguapanela calientica recién salida del fogón —dijo Blanca mientras le pasaba la taza con ambas manos.
—Mucho gusto, me llamo Blanca —añadió con una sonrisa amable.
—Mucho gusto, señora Blanca —respondió doña Ana, agradecida.
Blanca, como toda mujer con alma de madre y corazón curioso, se acomodó en el sillón contiguo. Bajó un poco la voz, casi hablándole entre los dientes.
—¿Y qué la trae por aquí, señora Ana? Con tantos maleantes rondando por esos caminos…
No sabía que Ovidio, que estaba a solo dos metros bajando cosas del zarzo, había escuchado cada palabra. Él, aunque callado, tenía el oído entrenado para todo.
—Blanca, no pregunte tanto y venga a recibirme estas cosas que necesito llevarme —interrumpió con firmeza.
Blanca lo miró sorprendida.
—¿Y a dónde irás a esta hora?
—Le voy a hacer un favor a la señora Ana, no más.
—¿Y para eso necesitas la escopeta y ese machete? —insistió Blanca, ahora con algo de angustia.
—Vea, mujer, no joda tanto. Ayúdeme más bien. Mientras más rápido empaquemos, mejor. Ponga eso en la mesa y prepáreme un termo con aguapanela. También necesito una ruana para la señora Ana y otra pa’ mí.
Blanca no quería quedarse con la angustia clavada en el pecho. Hizo un último intento por comprender.
—Ovidio, por favor... no me deje con esta zozobra. ¿Para dónde van? ¿Qué va a hacer con esa escopeta?
Él se detuvo un segundo, la miró a los ojos con suavidad, con ternura, y le respondió:
—Tranquila, mi amor. No va a pasar nada feo. Solo quiero estar preparado. Voy a llevar a doña Ana de vuelta al pueblo. Tiene urgencia.
—Está bien, Ovidio. Pero no vaya a cometer una locura, por favor...
Blanca lo abrazó con fuerza. Una pequeña lágrima bajó por su mejilla. Sabía que las cosas estaban mal por esos lados, que el peligro andaba suelto como una fiera. El corazón no le mentía.
—Dele aunque sea un pedazo de pan a la señora Ana. Debe estar sin comer desde hace rato. —susurró con voz temblorosa.
Mientras tanto, doña Ana abrazaba la taza caliente como si fuera un refugio. Solo pensaba en Martín. En ese último momento cuando lo acostó en su camita, tan inocente, tan chiquito, y al mismo tiempo, tan lleno de heridas invisibles.
—Mi pequeñito... pobrecito mi niño... ¿dónde estarás? —murmuraba dentro de sí, como una oración ahogada.
—Tome, señora Ana, coma este pancito antes de que termine su taza. Les espera un camino largo y pesado —le dijo Blanca con dulzura.
—Muchas gracias, doña Blanca —respondió, recibiendo el pan con una de sus manos temblorosas.
Mientras doña Ana comía en silencio, Ovidio estaba en el corredor alimentando las bestias, apretando las correas de las monturas, ajustando la escopeta al cuerno de la silla. Quería tenerla a la mano. No por violencia, sino por precaución. Algo en su alma ya había decidido ayudar a esa mujer. Tal vez porque en sus ojos veía a su madre, aquella que lo crió con firmeza y cariño. Esa imagen lo empujaba a protegerla.
Ovidio era un hombre de trabajo, de casa. Humilde, sencillo, pero con un corazón enorme. En la vereda era querido por su decencia, su palabra firme, y su lealtad inquebrantable.
Volvió a la sala, se sentó junto a doña Ana y con voz suave dijo:
—Mija, paseme el termo y un pedazo de pan también. No sé a qué hora llegaremos, y esta noche pinta pa’ lluvia. Saque también las carpas del baúl mientras me tomo esto.
—Doña Ana, ¿cómo se siente? ¿Desea algo más de comer? —preguntó con amabilidad.
—No, no, no… Así está bien, señor Ovidio. Antes, muchas gracias por dignarse a llevarme a esta hora de la noche. Solo le pido a Dios que nos lleve con bien... y que yo pueda encontrar a mi Martín en algún rincón del pueblo... si no, creo que me voy a enloquecer...
Doña Ana no pudo evitar que las lágrimas le resbalaran otra vez. Estaba lejos de casa, asustada, agotada, pero en su pecho latía una corazonada: que su niño estaba vivo, que su sacrificio tendría sentido.
—¡Carpas listas! —gritó Blanca saliendo de la habitación.
Las puso encima de la mesa, junto al termo con aguapanela y las ruanas.
—Tome, amor, el termo. Espero que este pan al menos le quite el vacío del estómago hasta que lleguen.
—Gracias, Blanca de mi vida —respondió él, tomándosela casi quemándose y empacando el pan que le sobró a toda prisa. Sabía que el camino sería difícil con esa lluvia que ya se insinuaba en el cielo.
—Señora Ana, vamos saliendo. Empaque todo eso en una bolsa plástica. El trayecto va a estar pesado. —indicó Ovidio con tono firme pero amable.
Doña Ana se levantó de inmediato, obediente, agradecida. Abrazó con fuerza a doña Blanca, la miró a los ojos y le dijo:
—Gracias por su hospitalidad. Que Dios la bendiga.
Luego salió al patio. Las bestias estaban listas. Y entre ellas, Linda, la yegua que la había traído hasta allí apenas unas horas antes.
A lo lejos, el cielo empezaba a quebrarse en relámpagos. El viento traía una advertencia, y su cuerpo lo sabía. Pero en su mente, una sola imagen persistía: Martín. Dormido. Vulnerable. Esperándola.
Y ella, su madre, iba por él, aunque tuviera que cruzar la noche entera con el corazón en la mano.




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